jueves, 16 de abril de 2015

Caminos de Roma


"Si todos los caminos llevan a Roma, ¿cómo se sale de Roma?". Recordé esa voz perturbando mi cabeza como si fuera un loco de manicomio. Allí, surcando las nubes que me llevaban hacia la Urbe eterna, escuchaba esas dulces palabras dentro de mí, como si yo fuera esa Roma. Incapaces de salir de ese corazón indefenso que late al compás de mi sensibilidad, de las lágrimas que inexplicablemente brotan al oír la sutil voz femenina de esa chica invisible, intangible, anónima, pero que nunca escapa de mi memoria. Como si fuera el último mensaje de una persona que amo y se marchó, y que no volveré a ver jamás. Tan paradójico como añorar lo que nunca has tenido, lo que tu mirada nunca contempló. Así era Roma para mí. Ese sueño lejano del que no querías despertar, pero que al abrir los ojos tenía ante mí. Me sentía abstraído del mundo que me rodeaba, como ese amor a primera vista que se impregna en tu corazón como la flecha más profunda de Cupido, pero en vez de desangrarte como una puñalada, permanece latente hasta que abandonas la vida finita para tocar el cielo.
 
Me sentía pequeño bajo ese inmenso monumento del que hablan maravillas. O le denominaban así, no lo recuerdo muy bien. Dicen que hay seis lugares en este planeta tan maravillosos como ese colosal anfiteatro, aunque dudo que me impresionen de semejante manera. Quedé tan petrificado como el Moisés de Miguel Ángel. Un dejà vu recorrió mis cinco sentidos, estremeció mi cuerpo como si aquello lo hubiera vivido en otro lugar, y pestañeé varias veces. Estaba en otro lugar, en ese tiempo pasado que tanto invocamos y que ninguno de los presentes hoy aquí hemos podido disfrutar. Un imperio erigido desde la más hundida catacumba, y capaz de rozar la eternidad con su última piedra. Sospecho que no soy de lágrima fácil, pero me sentía intimidado, frágil. Había encontrado mi debilidad. La Boca de la Verdad hubiera engullido mi brazo si no reconozco que me veía en otra dimensión. Intentaba buscar paralelismos ante lo que observaba, pero no, no era parecido a lo que había encontrado antes.
 
Y llegué a esas calles tan puramente italianas, bordeando un Tíber cuyas aguas reflejaban un Sol radiante. Caminos pavimentados, empedrados, que agrietaban tus talones hasta producir en ellos un dolor insoportable. Pero no lo sentías, flotabas por ese adoquín. Pitidos de los coches, pedaladas de bicicletas, músicos ambulantes con su flauta y la funda para recaudar el dinero con el que la caridad de la gente recompensa su talento y alegría. Las plantas rodeaban las casas como hiedras, los graffitis hacían del lugar un entorno inhóspito, solitario. Perdido por las calles del Trastevere, sentí la soledad ante toda aquella inmensidad. No encontraba la salida entre tanto callejón, como en esos sueños en los que te piden gritar para volver a la realidad. Pero no, aquello era real. No me perseguía el Minotauro, pero me encontraba encerrado en ese laberinto eterno, que lleva siempre al mismo lugar. No, no se puede salir de Roma.
 
Reconozco que estas palabras comenzaron a fluir allí, y mi único intento es recordar todo lo que ideó mi memoria observando aquellas calles. También confieso que fueron dos monedas las que cayeron a la piscinita que decora el mar desierto de la Fontana. Destruída, masacrada, no perdió ni un ápice de su grandeza. Pero yo no soy de mitos, o quizás sea la excepción que confirme la regla. Ya sabéis, las leyes de la ciencia no van conmigo. No encontré amor físico en Roma, esa princesa a la que dedicarle tu primer "buenos días", como Roberto Benigni en La Vida es Bella. Quizás gasté mi comodín enamorándome de la ciudad y de esa voz que cada día me pregunta cómo salir de allí. Ahora que te he disfrutado, ya no estás. Ahora que te necesito, me hicieron marchar. Ahora que te quiero, ya no volverás. Siempre nos pasa. Piensas en todo lo que has vivido para llegar hasta allí sin darte cuenta de que el tiempo transcurre, y el Carpe Diem se convierte en Ubi Sunt? Y que cuando subes las 500 y pico escaleras de la cúpula de San Pedro con la voz de esa chica suplicándote cómo salir, y te agarras a esas barras que te separan del abismo, observas el laberinto desde arriba y te sientes preso, esclavo de esos caminos de Roma que son inalterables. Porque nunca podrás salir de ellos. Todos juntos conducen a la eternidad.
 
 
 

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