lunes, 27 de julio de 2015

Nuestra Habitación 101


Existe siempre un lugar que nos atemoriza, un recuerdo que nos congela, un sueño convertido en pesadilla. Puede ser un camino sin fin, un tren sin vuelta, una niebla que te envuelve o una mente que te absorbe. La delgada línea entre lo concreto y lo abstracto distorsiona nuestra realidad. Porque el temor, el miedo, es uno de esos sentidos naturales que agudiza la percepción humana, que nos mantiene siempre alerta. Es él, tan efímero como el destello de un relámpago en la tormenta, tan eterno como una noche en vela, quien coacciona nuestras vidas y las marca para siempre, como un parásito insaciable. Muchas veces, el miedo se convierte en un tópico; otras, sin embargo, roza lo utópico. Se maneja en el instinto de un animal y en la conciencia racional de una persona. Diría que es el miedo, junto al perro y la soledad, los amigos más fieles del hombre.

Pero el miedo es como ese Gran Hermano que te vigila, ese Dios que solo los escépticos ven y que los ateos se niegan a encontrar. La fe solo es para aquellos que temen a la muerte. Y son los cobardes los únicos que no tienen miedo de sí mismos. Ese honor solo lo poseen los más valerosos. Miedo a la muerte, miedo a lo desconocido, miedo a uno mismo, miedo a la soledad... Miedo. El sentimiento que aterroriza más que la propia consecuencia. Porque lo horrible de un temor no es el suceso, sino el temor a que suceda. Y por qué si todo humano tiene miedo, si toda persona encuentra su Habitación 101 en el infierno de su cabeza torturada, ¿por qué el miedo no es homogéneo? ¿Por qué nos inspira el olor de la lluvia y nos atemoriza el ruido de la tormenta? ¿Por qué el caminante que hace camino al andar tiene miedo a su soledad? ¿Por qué adoramos el cielo si tememos las alturas? ¿Por qué nos seduce la tentación si nos sobresalta el pecado? ¿Y por qué nos espanta la muerte si nos perturba la posibilidad de la vida eterna?

No todos tememos lo mismo, es cierto. Tampoco nos importa la coherencia del pensamiento. Wilde afirmaba que el alma cura a los sentidos, y los sentidos curan al alma. Pero si unos ojos observan temerosos su propio espejo, su mismo retrato, encuentran que el tacto le congela y el alma que tanto reclamaba se retuerce de temor. No se puede luchar contra el miedo. Quizás por ello, nuestro mayor sobresalto es el más protegido de nuestros tesoros. Por miedo, solamente por miedo. Lo escondemos, lo olvidamos en nuestro desván de los recuerdos, como si no existiera. Como si nadie lo conociera. Pero, ilusos de nosotros, él siempre está ahí. Qué paradójico. Tenemos miedo a estar solos y solos nos encerramos en nuestro propio miedo, como si un David sin convicción tratara de derrotar a un Goliat sin un talón de Aquiles que lo haga vulnerable. 

Es el miedo ese Ingsoc de '1984', esa guerra interminable que uno no puede combatir solo, ese doblepensar donde el único aliado se transforma en el peor enemigo, donde la Habitación 101 se convierte en la mente que experimenta la peor de sus torturas, el más desolador de sus complejos. Y uno, por principios, es fiel a sí mismo. Pero en la vida como en el amor, la fidelidad nunca podrá con el miedo. Porque mientras la lealtad es una cultura inculcada en la conciencia de los hombres, el temor es un sentido, un instinto irracional que surge por inercia y no por premeditación. Y no olvidemos, que la sangre que llega a nuestro cerebro nace del corazón que siente y palpita, de su impulso instintivo, de su movimiento incesante e inconsciente. No hay antídoto para el miedo. Porque cuando él llega, cuando te encuentras en esa penumbra donde no se distingue ni tu propia sombra, solo queda el vacío. Todo lo que un día nos espantaba, será lo único que amemos para siempre. Solo cuando las arrugas dejen nuestro rostro ajado y repugnante, solo cuando el final sea más cercano que el principio y la voluntad de ceder pueda con el deseo de pelear, recordaremos que lo bonito de la vida, y de los miedos, es el camino y no la meta. Y lo único que nos gustaría repetir sería vivir los errores de la adolescencia y el complejo de los temores que tanto sentido otorgaban a nuestra existencia vacía. Nos refugiaremos en ese lugar que nos atemorizaba, en ese recuerdo que nos congelaba, en ese sueño convertido en pesadilla. Allí, en nuestra Habitación 101.