martes, 4 de noviembre de 2014

Y entonces, la besé.

 
Fría noche de noviembre, de esas en el que el atardecer se convierte en un oscuro ocaso, en un gélido y opaco atardecer que reserva sus últimos alientos de calor y luminosidad a la soledad. No era nuestro caso. Un cielo amenazante, grisáceo, con ganas de guerra, ansioso de amor. Tan ambicioso como la finura de tu piel que recorría mi rostro. Con tu mirada, tan clara y transparente como la profundidad de mis sentimientos. Tu latido ensornecedor, que sonaba en forma de repicoteo. Y tus labios... Qué decir de ellos. Tenían el sabor dulce de tus lágrimas, nacidas en lo más hermoso de tus ojos y que desembocaban alrededor de tu brillante dentadura. Perlas ardientes de amor, de perfecta curvatura llamada sonrisa. Sí, todos hablan de ella en sus libros, todos la anhelan, todos la buscan, y nadie la muestra. Había encontrado el tesoro.
 
Tenía el grandioso talento de recorrer mi piel con lentitud, de conocer cada rincón de mi piel produciendo el escalofrío más penetrante que pude sentir nunca. Lo hacía con la sinuosidad del camino que sube hasta el cielo, o del que viaja al país de nunca jamás. Porque nunca jamás he sentido ni sentiré lo que ella me produjo aquella noche. Reconozco que su romanticismo no lo ponían las velas, ni siquiera un bonito amanecer. No era de esas. Su esbelta figura, delgada como un alfiler y pulida como el marfil, iluminaba por sí sola todo el oculto firmamento. Quizás su peor defecto era la lejanía, la maldita distancia. Sin embargo, por mí fue capaz de recorrer el infinito. Me susurró al oído con su voz penetrante que era capaz de bajar de los cielos solo para visitarme al infierno terrenal. Porque sí, ella era una caricia al cielo, un ángel que vuela en paracaídas, una oda al viento.
 
Desafiaba las leyes de la gravedad para bajar en mi búsqueda. Mi cuerpo temblaba de nerviosismo, aunque también puede que de frío. Ya sabes, mi dichosa manía de tiritar. Es lo que tiene andar escaso de abrazos, y añorarlos cuando nunca los has tenido. Tanta era mi nostalgia, que había olvidado la facilidad de ejecutar tan simple acción. Tampoco le daba mucha importancia. Yo olvidaba el acto, otros ni siquiera conocen su significado. Total, ¿qué importa? Debía pensar mi mente que no me hacía falta saber para conseguir abrazarla, y razón no me equivocaba. Vino a mí como una exalación, como la estrella fugaz que aparece en el universo y se disuelve como el azúcar. Como ese rayo que incendia al árbol y acaba por ser ceniza en el ardor del fuego. Como el candil que ilumina tu mesilla todas las noches y se apaga a la velocidad de la luz.
 
Me quedé perpetrado ante semejante hermosura. Su ternura y afinidad se hicieron a mí tan pronto como el amor pasa al odio. En un segundo paralizó toda la eternidad. El tiempo no corría, pero ella seguía recorriendo mi rostro, cada vez más cercana. Otra vez juntos, sin nada que nos perturbara. Ni el fiel solitario se detenía a observar ese culto al amor. Caricias que caían como flechas de Cupido, que no se clavaban como puñales por la espalda. Amor sincero y leal, infinito e inmortal. Como el que un día prometí a una ser terrenal. Queríamos serlo sin importar nada, queríamos cumplir sueños sin ni siquiera soñarlos. Sin embargo, todo había cambiado. Sentía cada vez más cerca el ardor de su presencia idealizada, el sudor se apoderaba de mi piel. Discurría como las lágrimas de amargura que antes habían amenazado con congelar mi corazón indefenso. Sentía que había llegado el momento. No podía esperar más. La miré a los ojos, y entonces, la besé. A ella, a la lluvia. Y la sed de los recuerdos pasó a ser el diluvio del olvido.