miércoles, 8 de octubre de 2014

Un juego de cartas

 
 
Sentóse la bella dama en su apero, esbelta y refinada como el cuero de su asiento. Preparó el mantel verde que cubriría toda la mesa como si de una alfombra roja se tratara. Por allí, entre el glamour de la baraja y la elegancia del croupier, desfilarían los ases que harían a su amado ganar la partida. Grandiosos, como los delirios de aquella princesa que de la modestidad había pasado a la realeza. Las camisetas de clase media daban paso a vestidos cuyas telas estremecían los dedos de cualquier terrenal con su suavidad. Su rostro, perfectamente maquillado y retocado, olvidaba a la adolescente quinceañera, rebelde en su timidez y desaliñada en su locura. Entre aquel juego de cartas y los tragos del vodka se encontraba la chica adulta, imponente y lucrada que ella siempre quiso llegar a ser.
 
Resulta complicado definir la lejanía que separaba al siguiente personaje de aquella dama de ensueño. La cercanía de la distancia no se correspondía con la lejanía de los sentimientos. Un criajo inmaduro, machacado por la dejadez del amor no consumado y apartado de todo vicio humano. Su adicción era ella, la chica que nunca se maquillaba. Ahora, la tinta de su pluma era la que perfilaba sinuosamente el contorno de sus hermosos ojos. Su mirada, la que no necesitaba de kilos de rímel para resaltar en la superficie cristalina del mar, solo se reflejaba en los excesos del alcohol. Y él, un tipo tímido, tristón y alejado de su magnificiencia, ocupaba aquel mantón verde de póker con dos folios tan desgastados como la piel de su cuerpo. No le acechaba la vejez, tampoco lo necesitaba. Su melancolía reemplazaba las arrugas del envejecido, su corazón indefenso sustituía la inoperancia del necesitado de un bastón. Hubiese dado su escasa e inútil fortuna por que el alzheimer acechara sobre su mente. Sin embargo, el dolor no carece de memoria. Así que su papiro, o su papel amarillo, empezó a deslizar tinta.
 
No tardó pues la dama de oro es desfilar sus dotes de baile al mismo compás. Ambos se compenetraban en perfecta sintonía, como si aquello que un día les unió no los hubiera separado nunca. Ella empleaba sus esfuerzos en borrar la historia que ambos escribieron con un rotulador permanente, mientras él descifraba su nueva novela. De repente, la doncella que desfilaba por su mansión lujosa dio un vuelco a su corazón. Un instante efímero, una señal divina, y un dolor para toda la eternidad. El tango y sus veinte años de nada no le trairían consigo más que cien años de soledad. Y no, lo suyo no era una obra maestra. El hielo que conoció un tal Aureliano Buendía no sería para ella la sensación de una pasión congelada. El croupier seguía deslizando las cartas, pero la princesa sin corona ni príncipe dejaría de creer en su cuento de hadas, en sus paseos por barca en las aguas de un mar de lágrimas, de un barco a la deriva.
 
No fue nadie a buscarla, ni siquiera el príncipe que le otorgó todos los privilegios y el dinero del mundo, sin caer en la cuenta de que las cosas más valiosas no tienen precio. Que todo lo que ella deseaba eran esas palabras que el hombre desahuciado de amor escribía. Que todo lo que ella leía eran los piropos de este adolescente con alma de adulto y sentimientos de anciano. Que el único lugar que deseaba eran sus brazos, y no la eterna espera en los devenires del azar. Que su plena felicidad no se encontraba al lado de aquel caballero trajeado y bien perfumado, pobre en espíritu y rico en apariencia. Porque de nada sirve mostrar lo que pretendemos ser en vez de lo que somos. Porque no sirve para nada añorar lo que nunca tuvimos, o despreciar lo mejor que tendremos siempre. Porque no merecía la pena desembocar sus lágrimas en chupitos, en lugar de besar la lluvia con sus labios. Porque lo único que a ella le apasionaba, era su juego de cartas. Sin ases, sin manteles, sin alcohol, sin fichas, sin dinero. Una pluma, un papel, la tinta derramada y la eterna espera del tiempo en recorrer la distancia. Eso era todo lo que ella quiso, y a lo que se atrevió a renunciar. Sonó entonces un estruendo en la puerta del desdichado. Dejó su pluma, dobló su papel y lo guardó en el bolsillo. Pero la puerta nunca se volvería a abrir. El tren había emprendido su viaje hacia nunca jamás. El as de corazones no volvería a ganar partidas. Y ella no se lo perdonaría.