viernes, 14 de octubre de 2016

Ella


"Tren con destino Atocha-Recoletos-Chamartín: vía 8". Aquella voz poco diáfana anunciaba la salida. El cercanías estaba lleno de nada, repleto de don nadies. Subí las escaleras con lentitud y me senté. A mi lado, un asiento vacío de cortesía. A mi izquierda, junto a la ventana, una chica cualquiera. Podías ser tú, pero no. Era ella, con su sudadera verde, sus cascos violetas y la capucha ocultando su rostro. Entre su mirada y el infinito solo se interponía la ventana. Traté de no incomodarla con mi presencia, así que dediqué mi tiempo a jugar con los gestos de aquella muchedumbre vacía. Palabras silenciosas que se perdían entre el rumor, miradas cruzadas que se evitaban contemplando una hora que no importaba... Todos tan iguales. Intenté concentrarme en memorizar un mapa que ya sabía de memoria. Creé en mi mente mis propios destinos mientras frotaba mis manos buscando una postura que no me incomodara. No hubo éxito. Traté de limpiar una gafas y fracasé en el intento. Pudo ser el calor. Puedo ser el nerviosismo que produce el exceso de tranquilidad. Pero la realidad era que mis manos sudaban como el resto de mi piel. 

Quizás ella no era tan parecida a los demás. Quizás no fuera tan distinta a mí. Quién sabe si se trataba de la parisina que pudo aliviar el hastío de Baudelaire. Podías haber sido tú, pero no. Era ella. ¿Por qué ella? Podía haber subido al mismo tren en otra hora, en otro minuto, en otro lugar. Pero no. Era ella y estaba allí, contando los rayos del Sol que iluminaban los trazos de sus mejillas. Me pregunté qué pasaría si se girara y en algún punto cruzáramos un destello entre nuestras pupilas. Me pregunté qué ocurriría si comenzáramos a hablar, si ella me comentara qué era aquello que le hacía perder su vista en la lejanía del horizonte. Compartiríamos nuestras experiencias, nuestros sentimientos, nuestras ideas. Reconfortaríamos nuestras soledades, encontraríamos consuelo en lo desconocido. El tiempo nos ayudaría a conocernos y a hacer que aquel tren no fuera el último que nos viera de nuevo en el mismo lugar. Porque sí, era ella. Y no podía no ser otra. Por algo estábamos en ese tren. De repente, una voz interrumpe mi introspección. "Torrejón de Ardoz". Ella se levanta mientras aparto los pies y baja las escaleras. La puerta se abre y, como la parisina que enamoró fugazmente a Baudelaire, desaparece tras la ventana. Pudo haberse girado, pero no lo hizo. Ella sabía que la vida son momentos, son lugares, son personas. Y aquel sitio, en aquella mañana, era nuestra. Pero se fue. Se fue para no volver.

Mientras su presencia se desvanecía como el sabor de cada chicle, intentaba buscar respuestas. En el fondo, le estaba agradecido. Ya eran suficientes las personas que el azar me había brindado y demasiadas las que, como ella, habían partido hacia otra parte. A fin de cuentas, hablar hubiera implicado conocer, y conocer significa decepción. Ella, como tantos otros, nunca dijo adiós, pero tampoco saludó. Quizás no fuera tan distinta a los que me rodeaban. Sin embargo, siempre quedaría como la parisina que pasó ante mis ojos en aquel momento y en aquel lugar. Pudiste ser tú, pero no. Fue, es y siempre será ella. Pensé en el papel que jugaba la fortuna en todo esto. Mi escepticismo me había llevado a dudar sobre las vicisitudes del azar. Vinieron a mi mente todas aquellas personas que, como yo, como tú y como ella, cogieron ese tren algún día. Pudimos ser cualquiera de nosotros, pero no. Fueron ellos los que nunca llegaron al destino. Quién sabe si allí donde la sensibilidad no refleja las apariencias de la realidad son verdaderamente más felices. Quién sabe si sus almas han vuelto a reencarnarse o viven alegres en el mundo ideal. No, no hay respuesta. 

"Sol, correspondencia con todas las líneas de Metro y líneas C3 y C4 de cercanías". Madrid, hermosa capital. Subí cada peldaño como si las puertas del paraíso se abrieran de par en par y me sumergí en aquel inmenso océano de gente que tanto me relajaba. Allí todos éramos cualquiera. Con su andar cualquiera, su habla cualquiera, su vida cualquiera, pero cualquiera al fin y al cabo. En aquel lugar, todos éramos ella. Sí, éramos. Porque mientras fijaba mi rostro en la nada, alguien pensó que mi presencia lo era todo. Giré la cabeza y sí, me miraba mientras nos perdíamos de nuevo entre la multitud. Por entonces yo ya había vuelto a caminar solo de nuevo, de vuelta a casa. Aquello me hizo reflexionar sobre las personas que estarían acordándose de mí en aquel preciso instante. ¿Qué es la muerte sino el olvido? Me sobrecogió un fuerte escalofrío. Me encontraba igual que aquella chica de sudadera verde, cascos violetas y cabeza cubierta con capucha. Abstraído, mirando a la nada en busca de la meta. Mientras tanto, alguien a mi lado observaba de reojo mi melancolía. Nunca volví a girar la cabeza. Como ella, como tú, como todos. Comprendí que era el mismo esclavo de la finitud y el silencio que cualquier terrenal. Solo entonces, al llegar a casa, escribí estas líneas y dejé guiarme por la ceguera. Ahondé en el hedonismo de mi propio universo y allí, en el tren que nunca alcanzaría su final, volví a encontrarme con ella. Esta vez sí, se giró. Podías ser tú, podía ser la parisina de Baudelaire, podía ser cualquiera. Sin embargo, fuera quien fuera, esta vez no se marcharía jamás. Porque en esa dama me encontré a mí mismo. Se llamaba Soledad y perduraría eternamente en mi memoria. Como en la tuya. Como en la de cualquiera.