jueves, 8 de diciembre de 2016

Lo entenderás


Vale, de acuerdo. Lo admito. No te entiendo. Para empezar, no entiendo cómo puedes estar leyendo estas líneas. Ni siquiera yo comprendo por qué estoy escribiéndolas. Supongo que, como Ana Frank, quiero dejar constancia de que alguna vez, en algún rincón escondido tras una ventana, mis ojos contemplaron el mundo y mi cuerpo estuvo allí. No estoy seguro de que esta sea una comparación acertada, pues el único estruendo que tengo que soportar es el del silencio y no el de las bombas. Sin embargo, intuyo que hay algo dentro de mí que pretende denunciar las injusticias de un mundo que no le satisface con el ímpetu de un iluso adolescente. Sí, las injusticias banales que me afectan a mí y las que rodean al sirio refugiado que no puede vivir. Porque existe, pero no vive. O no le dejan. Y eso me duele, me duele mucho. Aunque en mi caso me reconforta la idea de que, cuando yo no exista, alguien pueda comprobar que sí, que yo he sido como él. El resto no es más que escritura espontánea, vivípara, de la que fluye de una vez para siempre y no vuelve jamás. Créeme cuando te digo que todo lo que leas hoy no volverás a contemplarlo nunca, porque nunca nadie podrá repetirlo. Ni siquiera yo. ¿Lo comprendes? Yo tampoco.

No lo entiendo. Hay infinidad de comportamientos y situaciones que no comprendo. Y no busco evadirme de ello. Quizás en un futuro pueda enfrentarme a aquello que hoy repudio desenvainando la espada de mi lengua. Porque, lo que hoy son bombas, mañana serán palomas. No me crees, lo sé. ¿Lo entiendes? Comprendo que no lo hagas. Pero el día que deje de ser potencia y utopía, volverás. Vaya si volverás. Y rescatarás de nuevo este océano de palabras, mientras miles de vidas dejarán de perecer en lo finito del mar. Es cierto, no te entiendo. Lo acepto. Pero creo en ti. No te preguntes por qué. Lo sé por la manera en la que me miras a los ojos a través de estas palabras. Todavía existe amor en tu indefenso pero iluminado corazón. Hoy estás postrado en tu apero, recostado en tu sillón de porcelana fría que recorre cada poro de tu piel. Y sin embargo, mañana te vas a levantar. Y sé que no vas a pelear con bombas de hidrógeno, tampoco con palos ni piedras. Ni qué decir de las pistolas. Estoy seguro de que volverás a pelear, pero no para conquistar lugares ni dominios, sino almas y personas. 

Aun así, no te entiendo. No entiendo que puedas insultar a una persona porque piense de manera diferente a ti. No entiendo que desprecies a quien entrega su vida a la gracia de un Dios todopoderoso, ni al que mata en su nombre. No entiendo que te moleste que dos personas del mismo sexo rindan culto a la pasión más sana del ser humano. No entiendo que la persona con vagina valga menos que yo, y la maltrates por ello. Tampoco entiendo a quienes se aprovechan de su condición de inferioridad para sentirse superiores. Y no, no entiendo que pretendas mirarme por encima del hombro, porque siempre habrá alguien más alto que tú. No entiendo que defiendas al proletariado con el último móvil del mercado. No entiendo que la única venda que pongas sea para cerrarte los ojos y no las heridas de los desamparados. No entiendo que asesines animales por mera diversión, pero menos comprendo que lo critiques con un abrigo de piel cubriéndote las espaldas. ¿Y qué me dices de tratar a las personas como animales y a los animales como personas? Definitivamente, no te entiendo. No entiendo que hagas una apología del futuro cuando tus ideas se motivan en los odios del pasado. No entiendo que intentes vengarte de guerras que jamás viviste, como tampoco lo hicieron tu padre ni tu abuelo. 

Definitivamente, no te entiendo. Seguramente, tú a mí tampoco. Pero, ¿sabes qué? Sigo creyendo en ti. Compartimos mil defectos, estamos llenos de corrupción y podridos por dentro, pero siempre brota de nosotros una semilla de la que nace la más hermosa flor. Si alguna vez nos expulsaron del paraíso por atentar contra Él, si alguna vez nos condenaron al sufrimiento eterno, hagamos de nuestro infierno el mejor de los cielos. Porque si algo perduró en la caja con la que Pandora expandió por el mundo todos los males, fue la esperanza. Esa que me hace mirarte a la cara a través de estas líneas y decirte que confío en ti. Y es cierto, lo asumo. No te entiendo. Pero entiendo que no me comprendas. Soy un soñador, y cada 8 de diciembre es día de soñadores. A John Lennon lo mataron, pero su figura permanece presente en el corazón de la Gran Manzana. Las sombras, como en Hiroshima, nunca se borrarán de las calzadas. Pero el ser humano no puede perseguirlas, como no puede correr tras el viento ni desprenderse de cuerpo y alma. Y sí, Lennon siempre será recordado. Como Ana Frank. Pero no serán ellos quien cambien el mundo de mañana. Serás tú, seré yo, seremos nosotros. Serán todos los que, como tú y como yo, sueñan con vivir en un mundo mejor. Ni John ni Ana eligieron la forma de morir, como ninguno de nosotros escogemos las cartas de la baraja. ¿Y sabes qué es lo maravilloso? Que aunque no nos entendamos, aunque tengamos las peores cartas, estamos juntos en esto y todavía podemos ganar esta partida. Yo apuesto por ti y por toda esa gente que está dispuesta a realizar obras extraordinarias. Y no abandones si nadie se para a reconocértelo. Pocos espectáculos son tan fascinantes como el amanecer y muy pocos los que se levantan a contemplarlo. Así que, mírame a los ojos como llevas haciendo desde que admití que no nos entendíamos. Créeme, sé que después de esto estás unido a mi causa. Hagamos de la evolución nuestra propia revolución y caminemos hacia un mundo donde la única guerra sea de almohadas. Hoy, junto a la tuya, soñarás con esta utopía que mañana será realidad. Y sí, lo acepto. No me entiendes. Pero te prometo que, algún día, lo comprenderás. 

viernes, 14 de octubre de 2016

Ella


"Tren con destino Atocha-Recoletos-Chamartín: vía 8". Aquella voz poco diáfana anunciaba la salida. El cercanías estaba lleno de nada, repleto de don nadies. Subí las escaleras con lentitud y me senté. A mi lado, un asiento vacío de cortesía. A mi izquierda, junto a la ventana, una chica cualquiera. Podías ser tú, pero no. Era ella, con su sudadera verde, sus cascos violetas y la capucha ocultando su rostro. Entre su mirada y el infinito solo se interponía la ventana. Traté de no incomodarla con mi presencia, así que dediqué mi tiempo a jugar con los gestos de aquella muchedumbre vacía. Palabras silenciosas que se perdían entre el rumor, miradas cruzadas que se evitaban contemplando una hora que no importaba... Todos tan iguales. Intenté concentrarme en memorizar un mapa que ya sabía de memoria. Creé en mi mente mis propios destinos mientras frotaba mis manos buscando una postura que no me incomodara. No hubo éxito. Traté de limpiar una gafas y fracasé en el intento. Pudo ser el calor. Puedo ser el nerviosismo que produce el exceso de tranquilidad. Pero la realidad era que mis manos sudaban como el resto de mi piel. 

Quizás ella no era tan parecida a los demás. Quizás no fuera tan distinta a mí. Quién sabe si se trataba de la parisina que pudo aliviar el hastío de Baudelaire. Podías haber sido tú, pero no. Era ella. ¿Por qué ella? Podía haber subido al mismo tren en otra hora, en otro minuto, en otro lugar. Pero no. Era ella y estaba allí, contando los rayos del Sol que iluminaban los trazos de sus mejillas. Me pregunté qué pasaría si se girara y en algún punto cruzáramos un destello entre nuestras pupilas. Me pregunté qué ocurriría si comenzáramos a hablar, si ella me comentara qué era aquello que le hacía perder su vista en la lejanía del horizonte. Compartiríamos nuestras experiencias, nuestros sentimientos, nuestras ideas. Reconfortaríamos nuestras soledades, encontraríamos consuelo en lo desconocido. El tiempo nos ayudaría a conocernos y a hacer que aquel tren no fuera el último que nos viera de nuevo en el mismo lugar. Porque sí, era ella. Y no podía no ser otra. Por algo estábamos en ese tren. De repente, una voz interrumpe mi introspección. "Torrejón de Ardoz". Ella se levanta mientras aparto los pies y baja las escaleras. La puerta se abre y, como la parisina que enamoró fugazmente a Baudelaire, desaparece tras la ventana. Pudo haberse girado, pero no lo hizo. Ella sabía que la vida son momentos, son lugares, son personas. Y aquel sitio, en aquella mañana, era nuestra. Pero se fue. Se fue para no volver.

Mientras su presencia se desvanecía como el sabor de cada chicle, intentaba buscar respuestas. En el fondo, le estaba agradecido. Ya eran suficientes las personas que el azar me había brindado y demasiadas las que, como ella, habían partido hacia otra parte. A fin de cuentas, hablar hubiera implicado conocer, y conocer significa decepción. Ella, como tantos otros, nunca dijo adiós, pero tampoco saludó. Quizás no fuera tan distinta a los que me rodeaban. Sin embargo, siempre quedaría como la parisina que pasó ante mis ojos en aquel momento y en aquel lugar. Pudiste ser tú, pero no. Fue, es y siempre será ella. Pensé en el papel que jugaba la fortuna en todo esto. Mi escepticismo me había llevado a dudar sobre las vicisitudes del azar. Vinieron a mi mente todas aquellas personas que, como yo, como tú y como ella, cogieron ese tren algún día. Pudimos ser cualquiera de nosotros, pero no. Fueron ellos los que nunca llegaron al destino. Quién sabe si allí donde la sensibilidad no refleja las apariencias de la realidad son verdaderamente más felices. Quién sabe si sus almas han vuelto a reencarnarse o viven alegres en el mundo ideal. No, no hay respuesta. 

"Sol, correspondencia con todas las líneas de Metro y líneas C3 y C4 de cercanías". Madrid, hermosa capital. Subí cada peldaño como si las puertas del paraíso se abrieran de par en par y me sumergí en aquel inmenso océano de gente que tanto me relajaba. Allí todos éramos cualquiera. Con su andar cualquiera, su habla cualquiera, su vida cualquiera, pero cualquiera al fin y al cabo. En aquel lugar, todos éramos ella. Sí, éramos. Porque mientras fijaba mi rostro en la nada, alguien pensó que mi presencia lo era todo. Giré la cabeza y sí, me miraba mientras nos perdíamos de nuevo entre la multitud. Por entonces yo ya había vuelto a caminar solo de nuevo, de vuelta a casa. Aquello me hizo reflexionar sobre las personas que estarían acordándose de mí en aquel preciso instante. ¿Qué es la muerte sino el olvido? Me sobrecogió un fuerte escalofrío. Me encontraba igual que aquella chica de sudadera verde, cascos violetas y cabeza cubierta con capucha. Abstraído, mirando a la nada en busca de la meta. Mientras tanto, alguien a mi lado observaba de reojo mi melancolía. Nunca volví a girar la cabeza. Como ella, como tú, como todos. Comprendí que era el mismo esclavo de la finitud y el silencio que cualquier terrenal. Solo entonces, al llegar a casa, escribí estas líneas y dejé guiarme por la ceguera. Ahondé en el hedonismo de mi propio universo y allí, en el tren que nunca alcanzaría su final, volví a encontrarme con ella. Esta vez sí, se giró. Podías ser tú, podía ser la parisina de Baudelaire, podía ser cualquiera. Sin embargo, fuera quien fuera, esta vez no se marcharía jamás. Porque en esa dama me encontré a mí mismo. Se llamaba Soledad y perduraría eternamente en mi memoria. Como en la tuya. Como en la de cualquiera.

viernes, 1 de julio de 2016

Duele





Duele. Duele porque uno no comprende que el suelo de su casa se inunde y las paredes se cubran de humedades mientras al otro lado de la ventana el Sol luce radiante. Duele porque contemplas tu rostro descompuesto, magullado por unas cicatrices invisibles que todos conocen, pero que ninguna persona es capaz de encontrar. Duele porque la barba crece a borbotones tan pronto como cae, pelo a pelo, sin que nadie la añore. Todo lo que de ella ignoran es que fue lo último de ese amor fugaz. Y duele. Duele que la historia sea cíclica y de eterno retorno. Duele que vivamos infinitas veces sin saberlo y padezcamos las mismas penurias. Duele que el intelecto enferme de aburrimiento como el corazón de melancolía. Duele que no haya cura para la falta de voluntad. Duele que en un planeta lleno de agua sucia y corrompida la del Leteo no sea más que un anhelo de la imaginación y no un bálsamo para los menesterosos. Duele morir ahogado o sediento, duele morir de hambre o de exceso. Y duele. 

Duele nacer volando con las hadas. Duele crecer escuchando los cantos de las sirenas. Duele la niñez deshechizando a una bella durmiente con un beso. Duele una infancia donde la peor pérdida sea un zapato de cristal. Duele criarse en el país de Alicia. Duele ser rey en la piel de un principito. Duele sentirse diferente y creerse el más bello de los cisnes. Y duele. Duele porque la gravedad golpea nuestro vuelo con la fuerza de la caída. Duele porque las musas que encandilan con su canto corrompen los sentidos, manipulan los latidos y asesinan el amor que reside en las entrañas del impenetrable Ulises. Duele una madurez donde Judas otorga el beso más pasional. Duele una pubertad en la que los trenes no ofrezcan billetes de vuelta. Duele despertar del sueño de Carroll y derrumbarse como sus naipes y los castillos. Duele una vejez en el trono sin cordura y sin corona, como Lear. Duele ser un patito de otro plumaje y que sus alas de gigante le impidan caminar en soledad. Y duele.

Duele que nada sea como lo pintaron el primer día. Duele que las mejores virtudes sean los peores defectos. Duele que el mayor pecado sea la bondad. Duele ser asesinado por dar vida a mucha gente. Duele que la cura sea peor que la enfermedad. Duele que aquello que es para siempre sea lo más volátil. Duele que el odio sea lo más cercano a amar. Duele que lo perverso y satánico sea más seductor que lo divino, más bello que lo ideal. Duele buscar la abstracta eternidad en la sencillez de cada instante. Duele un "no siento lo mismo", la amargura de tus labios al probar el veneno del efímero placer. Duele el miedo al desengaño más que la consumación del mismo. Duele tirar la toalla y volver a intentarlo una vez más. Duele la opacidad de tu mirada en la penumbra de tu interior. Duele que tus ojos no brillen como la primera vez. Duele la rutina, la magia perdida. Duele fingir que todo está bien mientras te echo menos. Duele que el tiempo pase y a la vez ver que no pasa sin ti. Duele explorar tus sentimientos y encontrarlos vacíos, maniatados por la persuasión de una voz endemoniada. Duele saber que no eres dueña de tu destino. Duele que los cuerpos que un día se fundieron condensen sus pieles por separado lejos del epitafio de su tumba. Y duele.

Duele que todo termine de repente, sin un cómo ni un porqué. Duele que hasta el novelista más realista cree un final sublime para su historia, cuando nuestra existencia no permite ni una coma para culminarla. Duele querer cambiar de libro sin ser capaces de pasar página. Duele pedir explicaciones sin poder comprender. Duele escuchar sin querer oír. Duele aceptar tras ser rechazado. Duele el día del sí. Duele el enorme peluche con el que no te pude abrazar. Duele la París que no pudimos conquistar. Duele el Sena que no cerramos con un candado decorado con nuestros nombres. Y duele. Duele reaccionar sin estar preparado. Duele reorganizar el mañana sin superar el hoy ni olvidar el ayer. Duele modificar todo y hacer que no pasó nada. Duele recuperar la vista tras la ceguera y mirarse al espejo. Y duele. Duele porque uno comprende que el suelo de su casa inundado y las humedades de las paredes son las lágrimas que ha derramado y que han tatuado su cauce en cada mejilla. Duele contemplar con claridad que las cicatrices del rostro descompuesto y magullado son las heridas de tu amor. Duele que la barba que cae desaparezca por el desagüe para borrar las marcas de tus labios. Duele, porque la historia como el amor es cíclico. Duele porque volviste a ser tú, maldito Cupido, disfrazado de femme fatale. Duele que me hagas preso acusándome de un crimen que yo no cometí. Duele porque volví a darte todo hasta quedarme sin nada. Duele más, encima, porque me haces sentir culpable de tu insensibilidad. Duele que tus flechas clavadas como astillas me hayan vuelto a desangrar. Duele, porque toca volver a empezar. Y duele, porque volveré a caer de nuevo.


martes, 22 de marzo de 2016

Viaje hacia las estrellas


Otra vez por aquí, querido blog. ¿Qué hay de nuevo? Sospecho que tenemos mucho que contar. Qué bonitos son los regresos, ¿verdad? Creo que lo más hermoso de una despedida es saber que volverás, ese tiempo que transcurre desde la última lágrima que me hace perderte en el horizonte hasta la primera que secas con la sutileza de tus dedos. Y si no regresas nunca, ¿qué importa? No hay nada que mate a la esperanza, ni siquiera su propio anhelo. Podría vivir postrado a mi silla el resto de mi vida, siempre tendré fe en que volverás. A fin de cuentas, si alguna vez existimos, si alguna vez fuimos un destello para el firmamento, siempre podremos volver a los recuerdos. Y maldita sea, ¡qué bonitos son los regresos! Y luego dirán que las segundas partes nunca fueron buenas. Pues bien, ¿cuántas veces nos habremos dejado en el letargo invernal? ¿cuántas veces habremos regresado ya?

Quería proponerte un viaje a las estrellas. Porque hoy es nuestro día, el de los poetas. En prosa, claro. No olvides que siempre fuimos paradoja. Te ofrezco que, por un instante, dejemos de ser terrenales. Te ofrezco que nos sintamos infinitos en la finitud, que alcancemos el cielo que hoy no podemos tocar. Siente. Siente como el aire acaricia tus mejillas. Siente que tus brazos sujetan el mundo que un día se te vino encima. Siente que tus labios recorren las curvas más sinuosas del camino que lleva hacia el éxtasis. Siente cómo se congela tu pecho y un escalofrío conmueve tu piel. Siente que vuelas y que tus ojos comienzan a cerrarse hasta que tu brillo te ciegue y refleje la profundidad de tus pupilas. Siente el ruido de la lluvia repicoteando en tu pelo. Siéntelo, empápate de su esencia. Ella te susurra como el canto de las sirenas. 

Para, para, para. Algo está confundiendo mis sentimientos. ¿Recuerdas que te hablé de regresos? Pues algo me dice que no es la primera vez que he viajado hasta allí. Sí, definitivamente, es el cielo. Él también ha cambiado. ¿Sabes? Las estrellas brillan con más fuerza que nunca. No las decora un sutil maquillaje, brillan con luz propia. Sin embargo, ella está presente. Parece como si Pandora hubiera cambiado de rostro y mi corazón fuera su caja, la que entierra todos los males. ¿Y si fuera un mero espejismo de Cupido para alimentar mi angustia? No, tiene que ser ella. Pero nada hay del azul que decora el resto del firmamento y que su mirada simplificaba. Nada hay de su blanca y tersa piel, de su aroma a fresca rosa, de su puro amor. Siento como si el lado más ideal de Romeo se corrompiera en el cinismo de Calisto. Parece que el hechizo que secuestró a Melibea ha superado los efectos secundarios en mi alma. Quizás todavía moriría por ella, pero no viviría para ella.

Pero vaya, el aire ha empezado a abofetear mis mejillas con una dosis de soledad. Mis brazos ya no tienen fuerza para sujetar el mundo que se le cae encima. Mis labios han dejado de recorrer el camino del cielo y han descarrilado en una curva hacia el precipicio. Mi pecho se ha quemado de ardor pasional hasta no padecer nada. Mis brazos ya no son alas para volar. Ni siquiera mis ojos pueden cerrarse y soñar. Permanecen bien abiertos sin contemplar nada, porque nada hay que contemplar. El silencio de la lluvia retumba tan fuerte que me deja sordo. Y yo, empapado por las gotas, escucho el lamento desesperado de Orfeo al contemplar horrorizado a Eurídice con distinta cara. ¿Sabes, querido blog? Me temo que hay regresos que no son bonitos. Estoy enamorado del mismo veneno que me hipnotizó. Y ahí perdura, en mi abandono. Es una agonía saber que volverá. Con otro rostro, con otro nombre. Pero es Amor.