viernes, 26 de junio de 2015

La despedida: El tren de nunca jamás

 
Miraba quieta, impasiva, insólita ante los andares del viento que difuminaba un horizonte gris en la niebla. Aquel día de septiembre, típicamente otoñal, adquirió un tono invernal propio de una estación de Vivaldi. El eco susurraba un "adiós" que retumbaba en ese solitario lugar, olvidado por el tren que surca sus raíles cada mañana enviando pasajeros hacia el destino de nunca jamás. Porque nunca jamás volverán aquellos que anden por ese camino de hierro y endurecido por un empedrado tan grueso como el adoquín mojado. El cielo encapotado no derramaba ni una gota de lluvia, pero mantenía el suelo empapado de esas lágrimas de dolor e impotencia. Lágrimas resignadas por aquello que no volverá. Lágrimas desesperadas por dejar huella entre los poros de la arena embarrada. Y acompañando su curso, su deslizamiento por ese rostro suave y pálido, sollozos. Sollozos que intentaban acallar ese "adiós" que no maquilla un "hasta luego". Ese "adiós"para toda la vida, aunque toda la vida piense en ella. Ese "adiós" para marchar, aunque no exista lugar al que ir.

Porque es duro ver desaparecer a aquello que no volverás a contemplar nunca. Intentarás rehacer ese instante en tu mente, como si de un puzzle de 1000 piezas se tratara. Poco a poco, paso a paso, como se marchó él. De esa manera tan pausada, tan calmada, tan impávida, tan fría como el día que lo rodeaba. Sientes que estás en ese momento pero ese momento no vuelve a estar ahí, ni él contigo. Tratas de calentar tu cuerpo bajo ese abrigo de cuero que decoraba tu imagen pero no tu cara. Pretendes recuperar el sentido de los brazos, pero no están los suyos para evitar los escalofríos. Él marcha como el tren de nunca jamás que te atropella en las vías o te deja en el andén para siempre. Verás la soledad como una condena, él como una libertad. O quién sabe, quizás su mente no deje de perturbarle hasta el fin de sus días.

Pero es una despedida, y nunca conviene mirar atrás. No hasta que, por lo menos, ella no te vuelva a contemplar. Aquí, como en los tiempos de Lázaro, todos debemos fingir lo que no sentimos, o aparentar lo que no somos. Veloz el tiempo vuela, aunque el mismo tiempo se congele. Habrá tiempo para reflexionar en lo que pudo ser y no fue, por muy rápido que vaya. También en lo que será. Todos los semáforos se ponen en rojo. Todos tienen su minuto de tregua y su recuerdo infinito. Aparece el verde y puedes continuar. Sigues la línea que el camino te marca, sin conocer el final que ya conoces. Paradójico, porque todo termina en algún lugar. Pero, ¿dónde acaba el tren de nunca jamás? ¿Qué importa? Nadie lo sabrá, no estarás para contarlo. O es ella la que no estará para que se lo cuentes. Es tan poderosa que te da una vía de ventaja, o una vida, quién sabe cómo y quién sabe qué.

Porque el tren de nunca jamás es la evolución de la vía, de tu propia vida, y la muerte constituye ese tesoro que llevamos cada uno de nosotros a la tumba. Y que ni ella, ni nadie en su despedida, podrá conocer jamás. Llegará un tiempo en el que ni la persistencia de la memoria rehaga el puzzle de su difuminada presencia desapareciendo entre la niebla. Un tiempo en el que cada detalle se convierta en niebla, en horizonte, en un infinito tan abstracto como irreconocible. Y que el sueño de recuperar a quien un día se fue se deshaga en pedazos. Ella no recordará ni que existió, porque cuando miles de personas se convencen de una mentira la traducen en la realidad. Si dentro de 45 años, en ese 2050 que Orwell predijo, nadie hablara de nosotros, ¿quién puede asegurar que realmente estuvimos aquí? Por entonces, el mojado empedrado se habrá secado. El Sol iluminará las nubes negras, y el estruendo de la tormenta acallará el eco de ese "adiós" de despedida. La despedida en el tren de nunca jamás.