jueves, 17 de septiembre de 2015

Mi tablero de ajedrez


Allí, en el lugar donde los poetas también cruzan a pie las calzadas, el camino llevó hasta el fin del infinito horizonte. Aquel remanso de paz sirvió para reposar mis cargadas piernas y sentir el calor del Sol en la brisa del viento. Las sombras marchaban, y un sudor que congelaba mi cuerpo me hacía sentir el contraste de la soledad y sus hermosos pero ignorados placeres. Y, de repente, una voz desangelada soltando el susurro que retumbaría como un grito en el cielo: "La vida es como este tablero de ajedrez". Una mesa descuidada, oxidada por los años y olvidada por las escasas personas que dejaban su huella por aquel sendero de silencio y recuerdos. En ella, un tablero descolorido por la edad, oscuro como la noche y con algunos destellos blancos como la luna y el brillo de las estrellas que la acompañan. El abandono de ese rincón en el mundo parecía haber enterrado cualquier alfil, como las cenizas de la eternidad escondieron Petra bajo las arenas del valle de Aravá. Al igual que los edomitas en Jordania, había encontrado mi maravilla en el mundo. Había descubierto mi metáfora perfecta.

La vida es demasiado corta para el ajedrez, decía Lord Byron. Contemplé en el dolor de esa triste mirada que el tablero no hacía más que mostrarse como un espejo de su alma. Se ennegrecía como el aire atrae la tormenta y descarga el llanto del universo. Pensé que Byron tenía razón. Quizás seamos demasiado efímeros en el mundo terrenal y no podamos contemplar nuestra jugada maestra, nuestra victoria final. Pero hubo algo que el padre romántico olvidó. La vida es una partida de ajedrez. Sin tablas, con varios jaques, pero una infinidad de simbolismo que la convierte en la alegoría del sueño que late nuestra sangre. ¿Acaso no somos el caballo que cabalga hacia sus más locas utopías? En varias direcciones, pero con una única convicción. ¿Realmente no nos hemos sentido nunca como la torre inquebrantable que amurallaba nuestro corazón y aislaba nuestros sentimientos de la insensibilidad de afuera? ¿O no hemos estado tan indefensos y frágiles como el peón que camina solitario en busca de su reina?

Reina, hermosa y amada reina. Tan real como la vida misma. Tan poderosa en el reino, tan esclava del deseo. Tan sutil en su andar, tan seductora en el tablero, deslizando sus caderas y su erguida figura con la finura de Cleopatra. Tan atractiva como la voz de Orfeo, como el canto de las sirenas. Tan eterna como Egipto, tan ardiente como el Sol que calienta las aguas del Nilo. Metáfora del amor verdadero y cruel. Porque es su peligroso encanto quien termina por acabar envenenado en el laberinto de sus piernas. Es en el ajedrez donde la reina danza por los 64 cuadrados perfectos que la convierten en la más poderosa de un palacio donde el rey solo vive para morir. Agonizando de dolor, acosado por la muerte, angustiado por su soledad, abandonado a su suerte. Como el vacío de aquellos ojos apagados. Con el paso lento de un hombre senil que intenta huir de la liebre más astuta, la que no excede su confianza ante la perseverancia de la tortuga más fuerte. 

Y es entonces cuando el rey cae. Abatido por una flecha de Cupido, atropellado por el cabalgar del caballo, acorralado por la artillería enemiga. Cae como un gladiador en el circo, desangrado sin recibir puñalada alguna. Herido sin cicatrices, desnudo sin perder la ropa. La agonía del final le lleva hacia el Elisio de paz por la delgada línea del bien y el mal, por cada cuadro blanco de pureza y negro del inframundo. Porque es el ajedrez El Jardín de las Delicias, la separación del yin y el yang, la escalera que sube al cielo de los ángeles y al infierno de los demonios. Porque es el tablero la metáfora de nuestra existencia, la paradoja de los contrastes. El todo o la nada, el éxtasis de la alegría o la penuria de la tristeza. Así somos nosotros, ¿verdad? Sentimos mientras padecemos, leemos a la par que escribimos. Son el blanco y el negro el conjunto de todos los colores, o de ninguno. Son la combinación de los trajes más elegantes, la penumbra de las sombras y el brillo del firmamento. El color de nuestra piel y de nuestras piezas. Las que campan por el tablero de ajedrez que, descolorido y oxidado, nunca perderá su magia. La magia de la vida, de su principio y su desenlace. De su jaque mate final.