lunes, 20 de abril de 2015

Mi error

 
 
Errar es de humanos. Lo diría cualquier terrenal que pise este planeta, normalmente para justificar con uno de los tópicos clásicos uno de esos fallos. Los errores nos hacen más auténticos, los defectos nos definen como personas. Por lógica, meter la pata nunca puede ser positivo, aunque nos sirva como experiencia. Paradójicamente, el hombre siempre tropezará dos veces con la misma piedra, pero eso es otra historia. Lessing afirmaba certeramente que algunos se equivocan por temor a equivocarse. Pero, ¿qué demonios? La perseverancia siempre aprenderá por error, mientras que el ser cauto lo hará con la lógica y la observación.
 
Me pregunto qué sería para vosotros una vida completa. Seguramente ninguno de vosotros elegiría ver el mundo pasar frente a sus ojos encerrado tras una ventana. Porque hasta el mayor acto de cobardía es una muestra de valentía. Siempre tenemos algo que experimentar ante nosotros. Y vivir es mejor que mirar, podéis estar convencidos de ello. Incluso el mismo acto de clavar tus pupilas en la retina de otra persona ya es un acto de experimentación. No lo voy a negar, muchos de nosotros vivimos nuestra realidad gracias a la ficción de nuestros sueños. Pero la gracia de la vida consiste en eso: en ensayar en el ilusionismo nuestra actuación ante el teatro que nos rodea. Un escenario sin telón (aunque algunos idearan el de Acero) y con la peculiaridad de que hasta cualquier espectador participa en la obra. Algunos, incluso, nos roban el protagonismo por decisión propia. No hay peor error que dar todo aquello que nos pertenece, vender una dignidad que no tiene precio.
 
Pero cada actuación tiene sus imperfecciones. Nacimos con el pecado original en nuestras carnes, y el paso del tiempo corrompe nuestros sentidos. Porque decidme, ¿quién nace con maldad en este planeta? El mayor enemigo del hombre es el hombre. Él mismo se odia, él mismo se mata. Y él mismo, cuando se mira a los ojos, se ama. Somos nuestro peor error. Tan bonita y paradójica es la vida, que incluso el más dañino defecto se transforma en la mejor virtud. Que aquel cáncer que mata se puede curar, que aquel corazón que se desangra puede cicatrizar. Y que aquellos dos que oraban por el mal ajeno, se abrazan. Porque el poder de la palabra, a veces, carece de sentido en el lenguaje del simbolismo, de la belleza en la simplicidad de las cosas.
 
Siempre será un error buscar el placer en la complejidad, el éxito en la invención, mientras obviamos lo que tenemos enfrente. Porque, quien sabe, si esa conversación equivocada, si esa mirada nerviosa que se desvía, si esa última foto guardada en el baúl de los recuerdos, puede ser nuestro mejor error. Nunca sabremos si nuestro destino está previamente trazado, porque desconocemos los caprichos del tiempo. Eso es para los alquimistas. Pero de lo que uno puede estar seguro es que siempre habrá una piedra en la que tropezar. Podremos contemplarla como si del rubí más hermoso se tratara, o bien tirarla al río de la mar buscando que dé saltitos en él hasta perderse en el cristalino fondo de las aguas. Si fallar nos hace humanos, nuestro mejor error puede convertirnos en eternos. Y podré decir, orgulloso, que tropezaría mil veces en la piedra que me vio caer, pero que me levantó hasta darme lo más bonito de esta vida. Ese, será mi error.
 


jueves, 16 de abril de 2015

Caminos de Roma


"Si todos los caminos llevan a Roma, ¿cómo se sale de Roma?". Recordé esa voz perturbando mi cabeza como si fuera un loco de manicomio. Allí, surcando las nubes que me llevaban hacia la Urbe eterna, escuchaba esas dulces palabras dentro de mí, como si yo fuera esa Roma. Incapaces de salir de ese corazón indefenso que late al compás de mi sensibilidad, de las lágrimas que inexplicablemente brotan al oír la sutil voz femenina de esa chica invisible, intangible, anónima, pero que nunca escapa de mi memoria. Como si fuera el último mensaje de una persona que amo y se marchó, y que no volveré a ver jamás. Tan paradójico como añorar lo que nunca has tenido, lo que tu mirada nunca contempló. Así era Roma para mí. Ese sueño lejano del que no querías despertar, pero que al abrir los ojos tenía ante mí. Me sentía abstraído del mundo que me rodeaba, como ese amor a primera vista que se impregna en tu corazón como la flecha más profunda de Cupido, pero en vez de desangrarte como una puñalada, permanece latente hasta que abandonas la vida finita para tocar el cielo.
 
Me sentía pequeño bajo ese inmenso monumento del que hablan maravillas. O le denominaban así, no lo recuerdo muy bien. Dicen que hay seis lugares en este planeta tan maravillosos como ese colosal anfiteatro, aunque dudo que me impresionen de semejante manera. Quedé tan petrificado como el Moisés de Miguel Ángel. Un dejà vu recorrió mis cinco sentidos, estremeció mi cuerpo como si aquello lo hubiera vivido en otro lugar, y pestañeé varias veces. Estaba en otro lugar, en ese tiempo pasado que tanto invocamos y que ninguno de los presentes hoy aquí hemos podido disfrutar. Un imperio erigido desde la más hundida catacumba, y capaz de rozar la eternidad con su última piedra. Sospecho que no soy de lágrima fácil, pero me sentía intimidado, frágil. Había encontrado mi debilidad. La Boca de la Verdad hubiera engullido mi brazo si no reconozco que me veía en otra dimensión. Intentaba buscar paralelismos ante lo que observaba, pero no, no era parecido a lo que había encontrado antes.
 
Y llegué a esas calles tan puramente italianas, bordeando un Tíber cuyas aguas reflejaban un Sol radiante. Caminos pavimentados, empedrados, que agrietaban tus talones hasta producir en ellos un dolor insoportable. Pero no lo sentías, flotabas por ese adoquín. Pitidos de los coches, pedaladas de bicicletas, músicos ambulantes con su flauta y la funda para recaudar el dinero con el que la caridad de la gente recompensa su talento y alegría. Las plantas rodeaban las casas como hiedras, los graffitis hacían del lugar un entorno inhóspito, solitario. Perdido por las calles del Trastevere, sentí la soledad ante toda aquella inmensidad. No encontraba la salida entre tanto callejón, como en esos sueños en los que te piden gritar para volver a la realidad. Pero no, aquello era real. No me perseguía el Minotauro, pero me encontraba encerrado en ese laberinto eterno, que lleva siempre al mismo lugar. No, no se puede salir de Roma.
 
Reconozco que estas palabras comenzaron a fluir allí, y mi único intento es recordar todo lo que ideó mi memoria observando aquellas calles. También confieso que fueron dos monedas las que cayeron a la piscinita que decora el mar desierto de la Fontana. Destruída, masacrada, no perdió ni un ápice de su grandeza. Pero yo no soy de mitos, o quizás sea la excepción que confirme la regla. Ya sabéis, las leyes de la ciencia no van conmigo. No encontré amor físico en Roma, esa princesa a la que dedicarle tu primer "buenos días", como Roberto Benigni en La Vida es Bella. Quizás gasté mi comodín enamorándome de la ciudad y de esa voz que cada día me pregunta cómo salir de allí. Ahora que te he disfrutado, ya no estás. Ahora que te necesito, me hicieron marchar. Ahora que te quiero, ya no volverás. Siempre nos pasa. Piensas en todo lo que has vivido para llegar hasta allí sin darte cuenta de que el tiempo transcurre, y el Carpe Diem se convierte en Ubi Sunt? Y que cuando subes las 500 y pico escaleras de la cúpula de San Pedro con la voz de esa chica suplicándote cómo salir, y te agarras a esas barras que te separan del abismo, observas el laberinto desde arriba y te sientes preso, esclavo de esos caminos de Roma que son inalterables. Porque nunca podrás salir de ellos. Todos juntos conducen a la eternidad.