domingo, 24 de diciembre de 2017

Navidad


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Luces que bailan al son de las estrellas en cada calle. Personas que caminan sin rumbo en busca de un material detalle. Miradas que fluyen perdidas entre la muchedumbre. Rostros que se congelan ante el frío de una noche de diciembre. Acordes de villancicos que se desvanecen entre el rumor de la ciudad. Sí, es Navidad. Ningún espíritu puede ser ajeno a lo que se percibe en el ambiente. El mío, tampoco. Sin embargo, trato de andar con paso lento y firme, saboreando el instante del que se siente inmerso en una atmósfera diferente. Como si de un sueño se tratara, libero a mi mente de cualquier atadura para que discurra libre, sin cadenas. Paradójicamente, aquella multitud me relajaba. Apenas podía vislumbrar el horizonte. Tampoco lo buscaba. Dirigía mi atención a todas partes a la vez que a ninguna. Conseguí la evasión plena, la que únicamente había logrado alcanzar en los poemas románticos de Byron y Keats. 

Mi alma volaba como la de un niño. Desde mis entrañas renació el ímpetu de aquel enano inquieto, curioso y travieso que jamás durmió en Nochebuena. Ese crío que, con más fuerza que voluntad, se convencía a sí mismo de cerrar los ojos y viajar al mundo de los sueños. Una leve sonrisa decora mi rostro. Como la de la Mona Lisa, dudo si se trataba de una tierna satisfacción o una nostálgica melancolía. Anhelo aquellos tiempos de ingenuidad e inocencia, donde toda mi preocupación era jugar y ser feliz. Parte de esos sentimientos murieron al descubrir la identidad de aquel hombre recio y barbudo que vestía de rojo y, milagrosamente, se inmiscuía por cada una de las chimeneas del planeta. O casi todas. Porque ahora que conozco la respuesta, recuerdo cuando me preguntaba por qué los "negritos" de África no tenían su juguete por cada Navidad. ¿Acaso se habían portado mal? ¿Es que no creían lo suficiente?

Mucho tiempo después, no puedo evitar que las lágrimas broten del manantial de mis ojos y terminen por besar las quemaduras de mis labios. Comprender el porqué de aquello dolió más que la desmitificación de Santa Claus. La Navidad, la material y avara Navidad, se entendía mejor con los relatos de Dickens que con los cuentos de hadas. Mi mente, sumida en el dulce placer de la nada, viajó hasta los hogares de esos niños que, desamparados y olvidados, demuestran día a día que algunos son tan pobres que solo tienen dinero. Eran ellos los que, desde la otra punta del mundo, secaban mis lágrimas con el brillo de su sonrisa. Sufrí un ataque de existencialismo y me pregunté qué es la Navidad. Aquel crío que jamás conocí ni jamás me encontraré me dio la respuesta. La Navidad no es la de los pobres niños, sino la de los niños pobres. Los primeros, que bajo su artificial árbol navideño encuentran una marabunta de regalos, viven presos, esclavos de un sentimiento sometido a la lógica de la ostentación y el egoísmo. Los segundos, sujetos a la más profunda miseria, encuentran en su inmenso espíritu el regalo de la libertad.

Espíritu. Eso es la Navidad. El que une al caminante sin destino con el corazón del más paupérrimo de los hombres. El que hace sentir sin usar los sentidos a aquellos que se fueron y que nunca volverán. El que acalla el ruido de las bombas con un sutil 'Aleluya'. El que despierta el alma latente del niño que vive aletargado en nuestro interior. El que, al contrario que Cupido, ama sin matar para no morir jamás. Mis pies no se frenan, pero el torrente que empapa mis mejillas lo congela la noche gélida. Las lágrimas se detienen. La sonrisa que brotó de mi boca vuelve a aparecer. Pero no, ya no es leve. Inmensa como el océano, inalterable como el tiempo, resulta imposible de borrar. El enano inquieto, curioso y travieso que jamás durmió en Nochebuena no había muerto. Nunca lo hizo. Solo descansaba en mi regazo a la espera de esa estrella que me iluminara el camino, de esa reminiscencia que me recordara lo que siempre supe y nunca descifré. Había desvelado el misterio de la Navidad. 

Ya nada podía cegarme. Ni el rumor de la calle ni la infinitud de la multitud podían despistarme. Ni siquiera la soledad del que añora un amor en su vida era capaz de perturbarme. Consciente de que el mayor regalo no es el contenido de un paquete sino la persona que lo porta, retorno a mi casa con las manos vacías y mi corazón repleto. Mi mente, por entonces, continuaba perdida y obnubilada por la sonrisa de aquel niño africano que nada tenía y todo apreciaba. Junto a él contemplo a aquel padre que, envuelto en una amarga tristeza, despedía a su hijo en patera en busca de un porvenir mejor. Al fondo, miles de rohingyas sin patria aparecían huyendo de crueles genocidas. Caminando a su lado, millones de sirios buscaban la frontera de Lesbos para dejar atrás el dolor de la guerra. Olvidados, repudiados, deportados, ocupan todos mis pensamientos. Su fe es mi regalo. Y estas líneas, mi esperanza. La de uno de esos pobres chicos que, privilegiado por no pasar hambre, sueña con que esa conspiración de amor de cada 25 de diciembre reine algún día en toda la humanidad. Feliz Navidad.