martes, 2 de septiembre de 2014

Y, de repente, desperté

 
 
Me encontraba allí, en aquel lugar oscuro y siniestro, alumbrado por unas luces artificiales que me desconcertaban. Andaba perdido por ese camino que no llevaba a ninguna parte, y a la vez desembocaba en todos los lugares. Como ese río que muere antes de llegar a la mar, como aquel vagabundo que rema y nada hasta morir en la orilla. Sería quizás una lección de supervivencia la mía. En ese profundo estado de soledad, en aquella burbuja que me hacía estar frente al mundo desconocido. Andaba por ese camino empedrado, oyendo las voces de aquellos que madrugan más que el Sol para cabalgar hacia el cielo, ofreciendo todo lo que tienen, que es absolutamente nada. Y fue en ese profundo vacío, en esa nada donde encontré el brillo que dio sentido a todo. No podía ver, pero a la vez observaba todo. Vivía ciego mientras visualizaba un paraíso infernal. Y aquel lugar, el que ustedes ya conocen y por el que todos hemos paseado, se centró en un punto.
 
Ese destello que te ciega, ese sitio tan grande que está alrededor de un terrenal como vos, se encontraba al final del camino sin fin. Había llegado a mi destino, aunque en realidad ese camino llevaba a todos los lugares para terminar en ninguna parte. Todo era cíclico en esa paradoja llamada vida, la cual creemos eterna y acaba por ser tan efímera como nuestras presencias. Tan breve como ese instante en el que el tiempo inalterable se detuvo. En realidad nunca paró, lo único que hizo fue detenerse mi aliento. Quizá fuera un simple síntoma de daltonismo, pero prefería estar enfermo de la vista que curado de espanto en aquello que los humanos llaman amor. Lo que todos conocen y nadie ve, lo que todos sienten y ninguno reconoce padecer en silencio. Pero aquello no parecía un síntoma de enamoramiento. Era pura imaginación, imprevisible e impredecible. Soñaba despierto mientras dormía en mi propio sueño. Y entre tanto contraste, el verde que se reflejaba en mis ojos no paraba de postrarse en sus iris, las que me observaban fijamente clavando sus pupilas como las puñaladas que me hicieron desangrarme meses atrás.
 
 
Aquel cruce de miradas cicatrizó las heridas. La sangre dejaba de discurrir como el río que moría en la orilla, como el vagabundo ahogado entre las aguas del mar y el vómito del hambriento. Un profundo sudor congelaba mi cuerpo entre los nervios del momento y el calor de la noche. La Luna alumbraba el reflejo de las estrellas y visualizaba un firmamento tan hermoso con el infinito que un día prometimos los humanos, y que prometimos llevarlo hasta nuestras tumbas. Pero nada importaba. Ella, su mirada, estaba allí, cual Gioconda del mago Leonardo. Sabía que me observaba allá donde mi andar fuera, como el cuadro de Da Vinci. Inocente, tímida, apartaba la mirada cada vez que la observaba. Sin embargo, era inevitable que sus ojos cegados y los suyos, vivos ardientes, se encontraban. Blanco y negro siempre se fusionan. Las rectas paralelas siempre se cruzan, en ese infinito deseado. Y ella se cruzó, en mi camino hacia el país de nunca jamás. Donde en primavera las flores se marchitan, donde en verano los corazones se congelan para acabar ardiendo en invierno. Donde los humanos utilizaban su locura como la mayor de las corduras, donde el estruendo de los cañones no interrumpían los cantos de los pájaros en el Calvario, o de las sirenas en el Egeo. Donde el único muro que nos separaba era el roce de su piel silenciando mis latidos.
 
 

Quise pronunciar mi nombre y acercarme, o simplemente suspirar un poco. Pero, ¿qué demonios? No tenía nada de aliento. Solo podía seguir andando, mirando hacia atrás, hasta que esa presencia se difuminara en el horizonte. Quizás en el infinito nos volviéramos a cruzar. Quién sabe, nunca conocemos nuestras rectas paralelas hasta el final del camino. Pero, ¿y si era ese mi pequeño infinito? Siempre me dijo mi abuelo que en los pequeños frascos se encuentran las mejores fragancias, que con las cartas de Pedrete se puede ganar al mus. Que un dos de picas vale como un as de corazones. Incluso un peón puede comerse a la reina. Solo hace falta un poquito de magia para construir un castillo de naipes, y un poquito de suerte para que no lo vuele el viento, como arrasa el paso del mar por aquel castillito de arena que construímos en nuestra infancia, y que se ahogó como el vagabundo que venía siempre a mi cabeza, en el lugar oscuro y siniestro donde había empezado esta historia. Moría de dolor por alejarme de ese instante que vino a cambiarme la vida. Caí al suelo empedrado, volviendo a sangrar con aquellas puñaladas del pasado. Y, de repente, desperté.