sábado, 22 de septiembre de 2018

Endimión

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¿Recordabas aquel cosquilleo en el estómago? ¿Recordabas aquellas noches en vela en las que dormías despierto como Endimión? Te pasabas las horas bajo las tinieblas esperando ese crepúsculo que iluminara tus ojos y acariciara tus labios. No parabas de contemplar las estrellas tratando de recrear esa primera vez. Las dudan te invaden. ¿Cómo fuiste capaz de armarte de coraje para intentarlo entonces? Maldita la madurez que te cohíbe. ¿A qué tienes miedo, pequeño? Decía Drew Barrymore que, si no tomas riesgos, tendrás un alma perdida. Quizás la mía haya estado deambulando sin rumbo durante demasiado tiempo. Suplicaba, ansiosa, que un barco la rescatara de navegar a la deriva. Años de naufragio, de "te quieros" perdidos entre el temor al rechazo y el complejo de inferioridad. Infinidad de días, de minutos y de segundos devorando mis entrañas como un despiadado caníbal. Al final del horizonte, solo Caronte se ofrecía a dar un digno rescate a mi ánima difunta. 

Pese a ello, sigo aquí. Si existe todavía algún recoveco intacto en mi corazón indefenso, Cupido ha decidido conquistarlo. La bandera del amor vuelve a ondear en un planeta inerte desde los años más intrépidos de la pubertad. Ella ha descubierto vida en mí sin darse cuenta. Apareciste como la Luna que acompaña mi movimiento incesante desde la lejanía. Ni siquiera en tus días de novilunio dejas de ser más brillante que todas las estrellas. Tú, hija de titanes, reencarnación de Diana, has logrado reflejar la luz en la opacidad de mi hermética coraza. ¿Qué es lo que te hace tan especial? Ninguno de los que me conocen dicen que eres la más hermosa del lugar. Pero yo sé que se equivocan. Vaya si se equivocan. Ilusos ellos que piensan que la belleza que atrae coincide con la belleza que enamora. 

Mis sentimientos no van por fuera; se han afincado dentro de mí. Ellos te quieren por lo que eres, no por lo que tienes. No veneran una esbelta figura. Tampoco anhelan los dorados cabellos de la Venus más espléndida de Boticelli. Ni siquiera buscan una atezada piel. Les basta con contemplar tu presencia menuda, tu pelo rojizo y tu pálida tez. ¿Alguna vez alcanzaste la plenitud junto a una persona? Eso es lo que tú me haces vivir. Cada sonrisa, cada palabra, cada confesión, cada carcajada, eriza el vello de mis brazos. ¿Sabes lo que es encontrar la afinidad y la complicidad con alguien? Yo nunca tuve esa posibilidad. Quizás fueron demasiadas las ocasiones perdidas. Ya no valen los lamentos. Las espinas siguen clavadas como puñales que me desangran. Sin embargo, tu mirada me arranca hasta la última astilla. 

Es extraño. Mi atracción hacia ti la forjaron las palabras. No hubo flechazo alguno que me encandilara. Fue el día a día quien me brindó la oportunidad de abrir el tesoro más deslumbrante que jamás había contemplado. Paradójicamente, ninguno de los soliloquios que te dedique me acercará hacia ti. Seguramente me leas sin saber que es a ti a quien te hablo y es a ti a quien te reclamo. O, quién sabe: lo mismo nunca sepas de ellas. Solo los hechos me llevarán hasta tus brazos. Una voz me dijo que debía ser yo quien diera el primer paso. Es probable que fuera la tuya. Perdóname si doy la zancada equivocada, pero estoy preparado para volar. Fuera miedos, fuera complejos. Basta de amores silenciosos y reprimidos. Ya comprendí que la vida no se da, se comparte. Y yo quiero compartirla contigo. Sé que pronto llegará el día en el que deje de ser aquel pastor anónimo de Caria para convertirme en el protector de tus sueños durante mi vigilia. Y créeme: no habrá dioses en el cielo ni humanos en la Tierra que puedan detenernos. 


sábado, 17 de marzo de 2018

Oasis

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Despiertas. Te miras al espejo y no ves al más bello del reino. Te sientes pequeño, vulgar. Tus ojos no hacen más que observar a un tipo feúcho y menudo. Una barba descuidada oculta los granos que sangran por el cuello al afeitar. Tus labios se llenan de pellejos y heridas por el frío del alba y la ausencia de tu boca. Tu pelo, casposo y escaso, cae lento pero imparable obedeciendo a los estándares de la genética. Tus dedos, callosos de tanto escribir y sin uñas que morder, tratan de acariciar los últimos vestigios de suavidad de cada mejilla. Tu tez, áspera y mugrienta, anhela sin esperanza una yema que la recorra. Tus dientes, sucios y amarillos, buscan en la oscuridad de sus pupilas un destello de pureza. Debió ser un resplandor tan efímero que resultó hasta imperceptible. Quizás nunca existió. Unos lo llaman imposible. Otros lo llaman amor.

Nunca lo sabré. Mi vida, la de ese cuerpo mustio y frágil, se ha convertido en un ejercicio de distopía. Un puñado de supuestos e hipotéticos sucesos llenan mi cabeza vacía de certezas. Sueños insustanciales, situaciones irreales. Demasiado para un corazón indefenso. No te confundas, te quiero tal y como eres. Me gusta mi apariencia. No siento complejo ni vergüenza, solo frustración. Créeme, sé que eres especial. Lo percibo en cada susurro, en cada palabra. Eres capaz de erizar la piel de cualquiera que lea una de tus líneas. Has visto llorar a tus seres queridos con cada una de tus cartas. Has sacado enormes sonrisas en momentos de miseria. Un silencio sepulcral retumba cada vez que tu voz empieza a hablar. Pero, ¿cómo convencer a alguien de que eres diferente? ¿Cómo hacerles ver que detrás de ese envoltorio se esconde el más hermoso de los tesoros? 

Acéptalo. Hasta el más devoto necesita evidencias. Creemos en lo que vemos, pero algunos son tan ciegos que solo ven unos ojos cuando nos miran a la cara. ¿Cuántos habrán pisado las ruinas de Tenochtitlán sin reconocer su grandeza? ¿Cuántos habrán visto molinos en una tierra habitada por monstruos? Resígnate. Esto no es para ti. No es hogar para mentes que tocan el alma. No es lugar para corazones que hacen 'proesía'. No es mundo para los que dicen "te quiero" con la mirada. No es tierra para los que contemplan con nitidez aquello que es invisible a los ojos. No es la casa para los que perciben en este texto algo más que palabras. Asúmelo. La vida es un proceso de desaprendizaje. Cumples años y te das cuenta de que no hay príncipes azules ni cuentos de hadas. Que los Reyes son los padres y el lobo no es el malo en el cuento de Caperucita. Y no, lo de Magritte tampoco es una pipa. 

Admítelo. Ni siquiera crees en tu propia existencia. No hay Descartes que pueda persuadirte de ello. Quizás Dios tampoco existiera. Quizás nunca lo hizo. Quizás fueras tú quien lo matara. Te comprendo. Sientes que todo es una mentira. Incluso ese imposible llamado amor, esa verdad impuesta con la que te apuñalaron hasta desangrarte. Te abrasaron las retinas con esas caricias, esos besos, esos cuentos. Te secaron los ojos. Te los arrancaron. Le gritaste a los cuatro vientos que la amabas. ¿Y dónde está? Ya no la encuentras por ninguna parte. Por estos lares la lluvia ya no moja y el fuego ya no quema. Te has hecho resiliente a su abandono, y eso que nunca estuvo en tu regazo. Y, sin embargo, naufragas por el desierto de la deriva en busca de ese oasis que te haga despertar de este sueño llamado vida. 

Ella, mi oasis. Esa agua bendita del Leteo que convierta mi cordura de manicomio en un atisbo de locura quijotesca. Jamás la vi, y aun así la sigo buscando. Pero mírame. Ni Molly Bloom desvarió tanto mientras yacía con Leopold en su cama. No hay soliloquio que pueda acallar esta tristeza. Mi pequeñez eclipsa la inmensidad de mi ingenio. Mi resignación apaga cualquier resquicio de pasión. No, no existe brillo en este envoltorio. No busques manos que lo abran, porque nadie te espera. Solo tú. Tú y tu circunstancia, en busca de encontrar en ti mismo el cariño que no te darán. Porque solo tú eres la excepción que confirma la regla. Solo yo soy mi oasis de paz. 


domingo, 24 de diciembre de 2017

Navidad


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Luces que bailan al son de las estrellas en cada calle. Personas que caminan sin rumbo en busca de un material detalle. Miradas que fluyen perdidas entre la muchedumbre. Rostros que se congelan ante el frío de una noche de diciembre. Acordes de villancicos que se desvanecen entre el rumor de la ciudad. Sí, es Navidad. Ningún espíritu puede ser ajeno a lo que se percibe en el ambiente. El mío, tampoco. Sin embargo, trato de andar con paso lento y firme, saboreando el instante del que se siente inmerso en una atmósfera diferente. Como si de un sueño se tratara, libero a mi mente de cualquier atadura para que discurra libre, sin cadenas. Paradójicamente, aquella multitud me relajaba. Apenas podía vislumbrar el horizonte. Tampoco lo buscaba. Dirigía mi atención a todas partes a la vez que a ninguna. Conseguí la evasión plena, la que únicamente había logrado alcanzar en los poemas románticos de Byron y Keats. 

Mi alma volaba como la de un niño. Desde mis entrañas renació el ímpetu de aquel enano inquieto, curioso y travieso que jamás durmió en Nochebuena. Ese crío que, con más fuerza que voluntad, se convencía a sí mismo de cerrar los ojos y viajar al mundo de los sueños. Una leve sonrisa decora mi rostro. Como la de la Mona Lisa, dudo si se trataba de una tierna satisfacción o una nostálgica melancolía. Anhelo aquellos tiempos de ingenuidad e inocencia, donde toda mi preocupación era jugar y ser feliz. Parte de esos sentimientos murieron al descubrir la identidad de aquel hombre recio y barbudo que vestía de rojo y, milagrosamente, se inmiscuía por cada una de las chimeneas del planeta. O casi todas. Porque ahora que conozco la respuesta, recuerdo cuando me preguntaba por qué los "negritos" de África no tenían su juguete por cada Navidad. ¿Acaso se habían portado mal? ¿Es que no creían lo suficiente?

Mucho tiempo después, no puedo evitar que las lágrimas broten del manantial de mis ojos y terminen por besar las quemaduras de mis labios. Comprender el porqué de aquello dolió más que la desmitificación de Santa Claus. La Navidad, la material y avara Navidad, se entendía mejor con los relatos de Dickens que con los cuentos de hadas. Mi mente, sumida en el dulce placer de la nada, viajó hasta los hogares de esos niños que, desamparados y olvidados, demuestran día a día que algunos son tan pobres que solo tienen dinero. Eran ellos los que, desde la otra punta del mundo, secaban mis lágrimas con el brillo de su sonrisa. Sufrí un ataque de existencialismo y me pregunté qué es la Navidad. Aquel crío que jamás conocí ni jamás me encontraré me dio la respuesta. La Navidad no es la de los pobres niños, sino la de los niños pobres. Los primeros, que bajo su artificial árbol navideño encuentran una marabunta de regalos, viven presos, esclavos de un sentimiento sometido a la lógica de la ostentación y el egoísmo. Los segundos, sujetos a la más profunda miseria, encuentran en su inmenso espíritu el regalo de la libertad.

Espíritu. Eso es la Navidad. El que une al caminante sin destino con el corazón del más paupérrimo de los hombres. El que hace sentir sin usar los sentidos a aquellos que se fueron y que nunca volverán. El que acalla el ruido de las bombas con un sutil 'Aleluya'. El que despierta el alma latente del niño que vive aletargado en nuestro interior. El que, al contrario que Cupido, ama sin matar para no morir jamás. Mis pies no se frenan, pero el torrente que empapa mis mejillas lo congela la noche gélida. Las lágrimas se detienen. La sonrisa que brotó de mi boca vuelve a aparecer. Pero no, ya no es leve. Inmensa como el océano, inalterable como el tiempo, resulta imposible de borrar. El enano inquieto, curioso y travieso que jamás durmió en Nochebuena no había muerto. Nunca lo hizo. Solo descansaba en mi regazo a la espera de esa estrella que me iluminara el camino, de esa reminiscencia que me recordara lo que siempre supe y nunca descifré. Había desvelado el misterio de la Navidad. 

Ya nada podía cegarme. Ni el rumor de la calle ni la infinitud de la multitud podían despistarme. Ni siquiera la soledad del que añora un amor en su vida era capaz de perturbarme. Consciente de que el mayor regalo no es el contenido de un paquete sino la persona que lo porta, retorno a mi casa con las manos vacías y mi corazón repleto. Mi mente, por entonces, continuaba perdida y obnubilada por la sonrisa de aquel niño africano que nada tenía y todo apreciaba. Junto a él contemplo a aquel padre que, envuelto en una amarga tristeza, despedía a su hijo en patera en busca de un porvenir mejor. Al fondo, miles de rohingyas sin patria aparecían huyendo de crueles genocidas. Caminando a su lado, millones de sirios buscaban la frontera de Lesbos para dejar atrás el dolor de la guerra. Olvidados, repudiados, deportados, ocupan todos mis pensamientos. Su fe es mi regalo. Y estas líneas, mi esperanza. La de uno de esos pobres chicos que, privilegiado por no pasar hambre, sueña con que esa conspiración de amor de cada 25 de diciembre reine algún día en toda la humanidad. Feliz Navidad.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Resiliencia


Resiliencia. Capacidad de hacer frente a las adversidades de la vida, de superar circunstancias traumáticas, de transformar el dolor en esperanza y salir del profundo pozo de la tristeza. Supongo que debe haber algo de cierto en esta palabra cuando me miro al espejo. A fin de cuentas, no soy socio del Atleti por mero masoquismo. Se trata de una razón de ser, de un modo de vivir. Sí, soy un tipo resiliente. Quién sabe si era una cualidad inherente a mí o fui adquiriéndola a medida que crecía. No lo sé, no me preocupa. ¿Realmente importa el porqué? Hasta cierto punto. Toda una vida esperando explicaciones para darme cuenta de que la vida se disfruta más en la incertidumbre del mañana que en los motivos del ayer. El pasado se esfumó, no quiso poner punto y final. Miré atrás y, como Orfeo, no te encontré. Desapareciste como Eurídice. Pero no, yo no soy el Fausto de Marlowe. No quiero hipotecar mi alma a un Cupido disfrazado de demonio. No quiero abandonar mi corazón indefenso a su propia (mala) suerte.

Pero créeme, no es simple vivir en la piel de Penélope. No es fácil esperar eternamente a un barco que no volverá. Aunque el mío ni siquiera partió. Y sin embargo, tejo. Y tejo. Y tejo. Y no dejo de tejer ni de deshacer cada escrito, cada palabra que susurro y flota en el aire del olvido. Me armo de paciencia para combatir el peso de la soledad en mis espaldas. Pero nunca llegas. Me volviste a abandonar. Apareciste cómo una Venus de Boticelli en mis sueños. Tus cabellos dorados se fundían con la luz del alba. El azul de tus ojos era tan transparente, tan profundo, que ningún mortal hubiera podido saber dónde acababa el mar y dónde empezaba tu mirada. Tu tez de mármol emulaba a la pureza de María en el alma de cualquier creyente. Tu voz de sirena acallaba los cantos de aquellas que ablandaron el corazón del mismísimo Ulises. Fuiste princesa de mi subconsciente, reina de mi mundo. Pero tampoco fue suficiente.

Me llené de grandes esperanzas, como Pip en la novela de Dickens. Hasta que consumí mi dosis diaria de realidad. Soy adicto a ella. Sin embargo, su efecto es tan efímero como tu presencia. Cuando desaparece, vuelvo a soñar. Vuelvo a tejer. Huérfano de amor y sediento de besos. Pero resiliente, siempre resiliente. Colecciono fracasos por doquier y tengo cuernos suficientes en mi cabeza para embestir a la tristeza. Detrás de cada golpe hay una herida que se cierra. Pero no hay baño en el Leteo que no las cure. Nadé tanto por el río del olvido, que me olvidé hasta de olvidar. Aunque el recuerdo, paradójicamente, siempre termina olvidando. Palabra de Benedetti. Y yo, mientras tanto, tejiendo mis cicatrices. Convirtiéndome cada vez en un ser más inquebrantable. Pura resiliencia.

Desconozco quién será la siguiente transeúnte que me conquiste con su andar. Quién será la siguiente que continúe sin mirar atrás. Pudimos ser y nunca seremos. Solo importa que cada uno, por separado, somos lo que somos. Únicos protagonistas de un teatro llamado vida. No importará el porqué. Ella se irá. Como tú te fuiste sin brindarme una mínima posibilidad. Allí estaré yo, escribiendo estas líneas para sobrellevar la fealdad que cada vez más me invade y el mal que marchita las flores de mi alma. Flores entre las que te fuiste, flores entre las que me quedo. Yo, como Miguel Hernández. Pues solo quien ama vuela. Y aunque la inmensidad de tus pupilas no se postren nunca sobre mí, jamás recorreré el Infierno de Dante para entregarle a Mefistófeles las llaves de mi destino. Sueño para vivir, vivo para soñar. Contigo. O sin ti. Seguiré tejiendo y deshaciendo, siendo un vulgar Calisto en vez de un seductor don Juan. Seguiré siendo una cutre Celestina en lugar del Romeo que siempre te quiso amar. Pero seguiré viviendo mi propia utopía. Esperando, algún día, que el barco que nunca partió llegue al puerto de mi corazón. Y que el río que surque desemboque en el océano de tus labios. Lo haré. Por puro masoquismo, por razón de ser, por forma de vivir. O, simplemente, por pura resiliencia.

martes, 10 de octubre de 2017

Héroe sin capa


Hacía mucho que no sentía esto. Quizás meses, quizás años. No te voy a mentir: no es dolor, ni siquiera nostalgia. Admito que, seguramente, los tiempos pasados siempre serán mejores. Asumo, no sin resignación, que el porvenir pocas veces vendrá acompañado de esperanza. Pero acepto que, sean cuales sean las vicisitudes del destino, nunca debí abandonarte. Al fin y al cabo, son palabras lo único que conservaré de mi existencia el día que me vaya. Créeme, no me resulta desalentador pensar en ello. Más bien, recibo eso como un suspiro de consuelo. No me importa si muero anónimo o admirado. Nací para ser un héroe. Sin capa ni poderes, ¿qué más da? Yo, al estilo de García Lorca. Papel y boli, y a luchar. 

¿Contra qué luchar? Sinceramente, no lo sé. Hay tantas cosas por las que merece la pena pelear... y a la vez tan pocas a las que podamos hacer frente. Es cierto. Necesito encontrarme en este libre discurrir de la conciencia. Estoy perdido, vacío. ¿Cuál es la siguiente meta? ¿Cómo voy a seguir el camino si no sé hacia dónde puedo llegar? Temo que el tedio me abrume en este texto impresionista que pinto ahora. Temo haber perdido la inspiración del niño que escribía magia. Todo es tan puro en la infancia... y eso que la vida es demasiado corta para odiar. La madurez está sobrevalorada. ¡Qué demonios! Es el suicidio del ser humano.

Madurar consiste en conocer la dimensión más vil del hombre. Madurar es mirar al odio, frente a frente. Madurar es ser abofeteado por la envidia con toda su crudeza. Madurar es ser traicionado. Madurar es dejar de confiar. Madurar es lo contrario a la felicidad. Y créeme, se puede ser feliz en la madurez. No me malinterpretes. Es cuestión de aceptar la realidad y seguir adelante. Como en las tragedias griegas. No lo olvides, nací para ser un héroe. Sin capa ni poderes. Yo, al estilo de Edipo. Aceptando lo inexorable del destino, pero viviendo al máximo cada segundo de nuestra existencia, incluido su dolor y su crudeza. Porque la vida es una droga. Cuanto más la consumes, más la necesitas. Y un día, acaba contigo. Pero, durante ese trayecto, deja tras de sí momentos de éxtasis tan efímeros como inolvidables. 

Está claro. La vida te quita la vida tan pronto como el hombre se mata a sí mismo. Estoy convencido de que la madurez es el peor crimen jamás perpetrado por el ser humano. Y lo hemos normalizado como si fuera un proceso convencional. Si los sabios viven todos sus días callados es para guardar un silencio eterno por el asesinato del niño que vive en nosotros. Un niño que no entiende de patrias ni fronteras. Un niño que no vive anclado en su egoísmo. Un niño que no conoce dios que domine su vida. Un niño teñido de blanco y negro, como el Guernica. Un niño acabado en a, que de lo único que abuse sea de su inocencia. Nietzsche, que alguna vez identificó al niño con su superhombre, olvidó que la esencia del hombre es su superniño. 

Y sí, hacía mucho que no sentía esto. ¿El qué? La incertidumbre de la nada. Fue allí, en el sordo rumor de los garitos de madrugada, cuando me abrazó un intenso escalofrío de amargura. Todo era tan esperpéntico, tan grotesco, que hasta el propio Valle Inclán se hubiera atemorizado al describirlo. Dudo si me engañaban los sentidos o si era el amargo elixir de la soledad. Pero en aquella tumultuosa oda a Baco me emborraché de tristeza. Algo estaba muriendo en mí. La inspiración que un día me rodeaba se apagaba como las hojas caen en otoño y las flores se marchitan en primavera. Quise cargarme de excusas para enterrarte, pero me llené de razones para conservarte. Razones, las de un corazón indefenso. Eso no cambiará nunca. Pero tan firmes e inquebrantables como mis convicciones.

Pese a todo, quiero rebelarme. Sé que todavía existe una mirada que pueda inspirarme. Sé que me quedan palabras que puedan conquistar la más bella de las almas. Sé que aún puedo ondear la bandera de la esperanza. Sé que mi imaginación aún puede volar alto sin saber dónde termina el cielo y dónde empieza la Tierra. Sí, lo sé. Estoy convencido. Por eso vivo, luego escribo. Porque escribir ya no es una cuestión de libre albedrío, sino de pura supervivencia. Palabra de Paul Auster. Palabra de héroe (sin capa).

jueves, 8 de diciembre de 2016

Lo entenderás


Vale, de acuerdo. Lo admito. No te entiendo. Para empezar, no entiendo cómo puedes estar leyendo estas líneas. Ni siquiera yo comprendo por qué estoy escribiéndolas. Supongo que, como Ana Frank, quiero dejar constancia de que alguna vez, en algún rincón escondido tras una ventana, mis ojos contemplaron el mundo y mi cuerpo estuvo allí. No estoy seguro de que esta sea una comparación acertada, pues el único estruendo que tengo que soportar es el del silencio y no el de las bombas. Sin embargo, intuyo que hay algo dentro de mí que pretende denunciar las injusticias de un mundo que no le satisface con el ímpetu de un iluso adolescente. Sí, las injusticias banales que me afectan a mí y las que rodean al sirio refugiado que no puede vivir. Porque existe, pero no vive. O no le dejan. Y eso me duele, me duele mucho. Aunque en mi caso me reconforta la idea de que, cuando yo no exista, alguien pueda comprobar que sí, que yo he sido como él. El resto no es más que escritura espontánea, vivípara, de la que fluye de una vez para siempre y no vuelve jamás. Créeme cuando te digo que todo lo que leas hoy no volverás a contemplarlo nunca, porque nunca nadie podrá repetirlo. Ni siquiera yo. ¿Lo comprendes? Yo tampoco.

No lo entiendo. Hay infinidad de comportamientos y situaciones que no comprendo. Y no busco evadirme de ello. Quizás en un futuro pueda enfrentarme a aquello que hoy repudio desenvainando la espada de mi lengua. Porque, lo que hoy son bombas, mañana serán palomas. No me crees, lo sé. ¿Lo entiendes? Comprendo que no lo hagas. Pero el día que deje de ser potencia y utopía, volverás. Vaya si volverás. Y rescatarás de nuevo este océano de palabras, mientras miles de vidas dejarán de perecer en lo finito del mar. Es cierto, no te entiendo. Lo acepto. Pero creo en ti. No te preguntes por qué. Lo sé por la manera en la que me miras a los ojos a través de estas palabras. Todavía existe amor en tu indefenso pero iluminado corazón. Hoy estás postrado en tu apero, recostado en tu sillón de porcelana fría que recorre cada poro de tu piel. Y sin embargo, mañana te vas a levantar. Y sé que no vas a pelear con bombas de hidrógeno, tampoco con palos ni piedras. Ni qué decir de las pistolas. Estoy seguro de que volverás a pelear, pero no para conquistar lugares ni dominios, sino almas y personas. 

Aun así, no te entiendo. No entiendo que puedas insultar a una persona porque piense de manera diferente a ti. No entiendo que desprecies a quien entrega su vida a la gracia de un Dios todopoderoso, ni al que mata en su nombre. No entiendo que te moleste que dos personas del mismo sexo rindan culto a la pasión más sana del ser humano. No entiendo que la persona con vagina valga menos que yo, y la maltrates por ello. Tampoco entiendo a quienes se aprovechan de su condición de inferioridad para sentirse superiores. Y no, no entiendo que pretendas mirarme por encima del hombro, porque siempre habrá alguien más alto que tú. No entiendo que defiendas al proletariado con el último móvil del mercado. No entiendo que la única venda que pongas sea para cerrarte los ojos y no las heridas de los desamparados. No entiendo que asesines animales por mera diversión, pero menos comprendo que lo critiques con un abrigo de piel cubriéndote las espaldas. ¿Y qué me dices de tratar a las personas como animales y a los animales como personas? Definitivamente, no te entiendo. No entiendo que hagas una apología del futuro cuando tus ideas se motivan en los odios del pasado. No entiendo que intentes vengarte de guerras que jamás viviste, como tampoco lo hicieron tu padre ni tu abuelo. 

Definitivamente, no te entiendo. Seguramente, tú a mí tampoco. Pero, ¿sabes qué? Sigo creyendo en ti. Compartimos mil defectos, estamos llenos de corrupción y podridos por dentro, pero siempre brota de nosotros una semilla de la que nace la más hermosa flor. Si alguna vez nos expulsaron del paraíso por atentar contra Él, si alguna vez nos condenaron al sufrimiento eterno, hagamos de nuestro infierno el mejor de los cielos. Porque si algo perduró en la caja con la que Pandora expandió por el mundo todos los males, fue la esperanza. Esa que me hace mirarte a la cara a través de estas líneas y decirte que confío en ti. Y es cierto, lo asumo. No te entiendo. Pero entiendo que no me comprendas. Soy un soñador, y cada 8 de diciembre es día de soñadores. A John Lennon lo mataron, pero su figura permanece presente en el corazón de la Gran Manzana. Las sombras, como en Hiroshima, nunca se borrarán de las calzadas. Pero el ser humano no puede perseguirlas, como no puede correr tras el viento ni desprenderse de cuerpo y alma. Y sí, Lennon siempre será recordado. Como Ana Frank. Pero no serán ellos quien cambien el mundo de mañana. Serás tú, seré yo, seremos nosotros. Serán todos los que, como tú y como yo, sueñan con vivir en un mundo mejor. Ni John ni Ana eligieron la forma de morir, como ninguno de nosotros escogemos las cartas de la baraja. ¿Y sabes qué es lo maravilloso? Que aunque no nos entendamos, aunque tengamos las peores cartas, estamos juntos en esto y todavía podemos ganar esta partida. Yo apuesto por ti y por toda esa gente que está dispuesta a realizar obras extraordinarias. Y no abandones si nadie se para a reconocértelo. Pocos espectáculos son tan fascinantes como el amanecer y muy pocos los que se levantan a contemplarlo. Así que, mírame a los ojos como llevas haciendo desde que admití que no nos entendíamos. Créeme, sé que después de esto estás unido a mi causa. Hagamos de la evolución nuestra propia revolución y caminemos hacia un mundo donde la única guerra sea de almohadas. Hoy, junto a la tuya, soñarás con esta utopía que mañana será realidad. Y sí, lo acepto. No me entiendes. Pero te prometo que, algún día, lo comprenderás. 

viernes, 14 de octubre de 2016

Ella


"Tren con destino Atocha-Recoletos-Chamartín: vía 8". Aquella voz poco diáfana anunciaba la salida. El cercanías estaba lleno de nada, repleto de don nadies. Subí las escaleras con lentitud y me senté. A mi lado, un asiento vacío de cortesía. A mi izquierda, junto a la ventana, una chica cualquiera. Podías ser tú, pero no. Era ella, con su sudadera verde, sus cascos violetas y la capucha ocultando su rostro. Entre su mirada y el infinito solo se interponía la ventana. Traté de no incomodarla con mi presencia, así que dediqué mi tiempo a jugar con los gestos de aquella muchedumbre vacía. Palabras silenciosas que se perdían entre el rumor, miradas cruzadas que se evitaban contemplando una hora que no importaba... Todos tan iguales. Intenté concentrarme en memorizar un mapa que ya sabía de memoria. Creé en mi mente mis propios destinos mientras frotaba mis manos buscando una postura que no me incomodara. No hubo éxito. Traté de limpiar una gafas y fracasé en el intento. Pudo ser el calor. Puedo ser el nerviosismo que produce el exceso de tranquilidad. Pero la realidad era que mis manos sudaban como el resto de mi piel. 

Quizás ella no era tan parecida a los demás. Quizás no fuera tan distinta a mí. Quién sabe si se trataba de la parisina que pudo aliviar el hastío de Baudelaire. Podías haber sido tú, pero no. Era ella. ¿Por qué ella? Podía haber subido al mismo tren en otra hora, en otro minuto, en otro lugar. Pero no. Era ella y estaba allí, contando los rayos del Sol que iluminaban los trazos de sus mejillas. Me pregunté qué pasaría si se girara y en algún punto cruzáramos un destello entre nuestras pupilas. Me pregunté qué ocurriría si comenzáramos a hablar, si ella me comentara qué era aquello que le hacía perder su vista en la lejanía del horizonte. Compartiríamos nuestras experiencias, nuestros sentimientos, nuestras ideas. Reconfortaríamos nuestras soledades, encontraríamos consuelo en lo desconocido. El tiempo nos ayudaría a conocernos y a hacer que aquel tren no fuera el último que nos viera de nuevo en el mismo lugar. Porque sí, era ella. Y no podía no ser otra. Por algo estábamos en ese tren. De repente, una voz interrumpe mi introspección. "Torrejón de Ardoz". Ella se levanta mientras aparto los pies y baja las escaleras. La puerta se abre y, como la parisina que enamoró fugazmente a Baudelaire, desaparece tras la ventana. Pudo haberse girado, pero no lo hizo. Ella sabía que la vida son momentos, son lugares, son personas. Y aquel sitio, en aquella mañana, era nuestra. Pero se fue. Se fue para no volver.

Mientras su presencia se desvanecía como el sabor de cada chicle, intentaba buscar respuestas. En el fondo, le estaba agradecido. Ya eran suficientes las personas que el azar me había brindado y demasiadas las que, como ella, habían partido hacia otra parte. A fin de cuentas, hablar hubiera implicado conocer, y conocer significa decepción. Ella, como tantos otros, nunca dijo adiós, pero tampoco saludó. Quizás no fuera tan distinta a los que me rodeaban. Sin embargo, siempre quedaría como la parisina que pasó ante mis ojos en aquel momento y en aquel lugar. Pudiste ser tú, pero no. Fue, es y siempre será ella. Pensé en el papel que jugaba la fortuna en todo esto. Mi escepticismo me había llevado a dudar sobre las vicisitudes del azar. Vinieron a mi mente todas aquellas personas que, como yo, como tú y como ella, cogieron ese tren algún día. Pudimos ser cualquiera de nosotros, pero no. Fueron ellos los que nunca llegaron al destino. Quién sabe si allí donde la sensibilidad no refleja las apariencias de la realidad son verdaderamente más felices. Quién sabe si sus almas han vuelto a reencarnarse o viven alegres en el mundo ideal. No, no hay respuesta. 

"Sol, correspondencia con todas las líneas de Metro y líneas C3 y C4 de cercanías". Madrid, hermosa capital. Subí cada peldaño como si las puertas del paraíso se abrieran de par en par y me sumergí en aquel inmenso océano de gente que tanto me relajaba. Allí todos éramos cualquiera. Con su andar cualquiera, su habla cualquiera, su vida cualquiera, pero cualquiera al fin y al cabo. En aquel lugar, todos éramos ella. Sí, éramos. Porque mientras fijaba mi rostro en la nada, alguien pensó que mi presencia lo era todo. Giré la cabeza y sí, me miraba mientras nos perdíamos de nuevo entre la multitud. Por entonces yo ya había vuelto a caminar solo de nuevo, de vuelta a casa. Aquello me hizo reflexionar sobre las personas que estarían acordándose de mí en aquel preciso instante. ¿Qué es la muerte sino el olvido? Me sobrecogió un fuerte escalofrío. Me encontraba igual que aquella chica de sudadera verde, cascos violetas y cabeza cubierta con capucha. Abstraído, mirando a la nada en busca de la meta. Mientras tanto, alguien a mi lado observaba de reojo mi melancolía. Nunca volví a girar la cabeza. Como ella, como tú, como todos. Comprendí que era el mismo esclavo de la finitud y el silencio que cualquier terrenal. Solo entonces, al llegar a casa, escribí estas líneas y dejé guiarme por la ceguera. Ahondé en el hedonismo de mi propio universo y allí, en el tren que nunca alcanzaría su final, volví a encontrarme con ella. Esta vez sí, se giró. Podías ser tú, podía ser la parisina de Baudelaire, podía ser cualquiera. Sin embargo, fuera quien fuera, esta vez no se marcharía jamás. Porque en esa dama me encontré a mí mismo. Se llamaba Soledad y perduraría eternamente en mi memoria. Como en la tuya. Como en la de cualquiera.